Homilía en el primer día del Triduo de San Telmo (Catedral de Tui, 28.III.2008)
Decía el Cardenal Newman que, en un sermón, únicamente se había de transmitir una sola idea y que, por necesidad, los sermones debían ser incompletos. Si esta norma vale para un sermón, resulta aún más conveniente para homilía.
¿Cuál es la idea que quisiera transmitir? Una muy simple, que nos viene sugerida por el día que celebramos – la Octava de Pascua – y por la proximidad de la solemnidad de San Telmo: La idea de que los santos son el fruto de la Pascua de Cristo.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa con claridad al tratar, en el número 1173, sobre el santoral en el año litúrgico. Recogiendo la enseñanza de la constitución “Sacrosanctum Concilium”, afirma: “Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos ‘proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él”.
Es verdad que los santos son modelos e intercesores, pero lo son porque en ellos se ha cumplido el misterio pascual; misterio de muerte y de vida, de cruz y de gloria, misterio de tránsito, de “paso” de este mundo al Padre.
La Pascua es la máxima solemnidad. La Pascua del Señor es el eje y la guía de toda la historia humana: “el Oriente de los orientes – explicaba San Hipólito – invade el universo, y el que existía ‘antes del lucero de la mañana’ y antes de todos los astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el Sol”.
¡El eje y la guía! Nuestra existencia no es una existencia “desorientada”, sumergida en la oscuridad de la noche, sin que se pueda apreciar el camino y la meta. Existe el Camino y existe la Luz que nos guía.
“Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla”, anota el Evangelio de San Juan que se lee en este viernes de la Octava de Pascua. La proximidad del Señor hace amanecer. El Viviente es Jesucristo Nazareno, crucificado por los hombres, pero resucitado por Dios de entre los muertos. Él es la piedra desechada por los arquitectos que se ha convertido en piedra angular. Por eso la Iglesia no se cansa de cantar la grandeza de este “hoy”; del “hoy” de la Pascua: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Por la Resurrección, acontecimiento a la vez histórico y trascendente, la humanidad de Cristo – su cuerpo y su alma – ha entrado de manera perfecta en la Trinidad de Dios. Su humanidad muerta – que reposaba en el sepulcro de la solidaridad con los muertos - , fue vivificada por la acción del Espíritu Santo para pasar al estado glorioso del Señor.
Aquel que venía del Padre y que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre asumiendo una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación; Aquel que “siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre” retorna al Padre, portando consigo su naturaleza humana; haciendo que, por primera vez, la humanidad – su santísima humanidad – entre en la gloria, en la majestad, en la santidad, en la Vida de Dios.
Pero la contemplación de la Pascua – de esta novedad inaudita, de esta mutación sin precedentes en la historia de la vida, como ha dicho Benedicto XVI – quedaría incompleta si olvidásemos que Cristo no vivió, ni murió ni resucitó “para sí mismo”, sino “para nosotros”: “propter nos et propter nostram salutem”, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, profesamos en el “Credo”.
Todo lo que Cristo vivió hace que podamos “vivirlo en Él” y que Él lo “viva en nosotros”: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (“Gaudium et spes”, 22). No es posible, por consiguiente, ser hombre y quedar al margen de la Pascua de Cristo, sin dejarse iluminar por Él.
Los santos son la prueba más elocuente de este “propter nos”, de este “pro me”. Son las “luces cercanas”, de las que habla Benedicto XVI en su admirable encíclica sobre la esperanza, que reflejan la gran Luz, el Sol sin ocaso que es Cristo el Señor.
Con su correspondencia a la gracia, los santos han posibilitado el despliegue pleno de esa unión de Cristo con cada hombre que tuvo su inicio en la Encarnación y que encuentra su perfección en la Resurrección.
La realización del hombre, el acabamiento o el logro de su destino, es imposible sin Dios y, más aun, contra Dios. Estamos llamados - ése es nuestro fin – a vivir en Cristo; dejándonos justificar por Él; dejando que Él venza, también en nosotros, el pecado y la muerte; dejando que Él nos haga hermanos suyos, convirtiéndonos, por la acción de su Espíritu, en hijos adoptivos del Padre.
Los santos son los más sabios. Han percibido, en la fe, que Dios no es un añadido superfluo para el hombre y que el hombre no llegará plenamente a ser lo que es – lo que está llamado a ser – más que abriéndose y adentrándose en el misterio de Dios.
Los santos son el fruto de la Pascua de Cristo. San Telmo, que dejó este mundo poco después del Domingo de Resurrección, nos ha mostrado de un modo próximo, cercano, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna (cf “Dei Verbum”, 4). Amén.