¿Manifestación? ¿Por qué no?
Manifestarse, en sí mismo, no está mal. Parece un recurso legítimo. Las personas pueden reunirse públicamente y reclamar algo, o expresar su protesta por algo. De ese “algo” que convoca la reunión dependerá que la manifestación merezca aplauso o vilipendio.
Uno puede manifestarse – al menos en democracia – en favor o en contra de muchas cosas. Salvado el legítimo derecho a hacerlo, siempre dentro de un orden, puede haber manifestaciones absurdas o pertinentes. Manifestarse en contra de la lluvia sería un ejemplo de manifestación absurda. Que llueva o no depende en escasa medida de lo que nosotros deseemos y, también en corta medida, de la expresión externa de nuestros deseos. Pertinente puede ser, por ejemplo, reclamar en las calles, o donde se tercie, el fin del terrorismo, una mayor solidaridad con los países empobrecidos o el fin de la violencia doméstica. Claro que del hecho de que una manifestación sea pertinente no se deduce, de modo inmediato, que sea eficaz.
Si una causa merece ser defendida, a voz en grito y en susurros, en las calles y en las casas, en público y en privado, es el derecho inalienable de todo ser humano inocente a la vida. Yo, de manifestarme, me manifestaría a favor de la vida. Incluso en el supuesto de que esa manifestación fuese ineficaz, porque hay ciertos estados de somnolencia, de pereza, de inactividad que ni siquiera los gritos consiguen conjurar. Los ataques a la vida son continuados, consentidos, habituales. Hasta tal punto cotidianos que apenas llaman la atención.