La “Revista Española de Teología" LXXX (2020) 33-60 publica un artículo mío titulado “La significatividad de la transfiguración de Jesús".
Creo que puede resultar de interés compartir con los lectores de este blog la conclusión de este ensayo, “La signfificatividad de la transfiguración para nuestra época":
Nos preguntábamos, al comienzo de este trabajo, en qué medida la transfiguración, considerada desde la perspectiva de la Teología fundamental, puede ser especialmente significativa e iluminadora para nuestra época. Creemos que, tras haber considerado las dimensiones histórica, teológica y antropológica de la credibilidad de la transfiguración, este acontecimiento se muestra como enormemente significativo en nuestro contexto vital.
En el cuerpo concreto, histórico, del Señor se refleja la gloria de Dios que le corresponde como Hijo e Imagen del Padre. Esta gloria ha impresionado los sentidos de sus discípulos –de Pedro, Santiago y Juan– y ha supuesto, para ellos y para los demás seguidores de Jesús, un estímulo y un consuelo para que, escuchando y obedeciendo al Maestro, no perdiesen la esperanza ante la aparente desfiguración del Calvario mientras aguardaban, en medio de la zozobra, la claridad nueva de la pascua.
La revelación expresa con singular evidencia en este acontecimiento su carácter sacramental, en el que se unen los gestos y las palabras. La referencia al cuerpo de Jesús como medio de revelación y signo que la confirma, así como el papel de la imagen de Jesús como reflejo de la gloria divina, constituyen elementos que merecen ser considerados en orden a ahondar en la estructura sacramental, concreta, de la fe.
El acontecimiento de la transfiguración de Jesús nos ayuda, pues, a comprender mejor la estructura sacramental de la fe y la sacramentalidad misma como elemento fundamental de todo lo cristiano. En el cuerpo terreno de Jesús se hace visible la gloria de lo eterno para revelar que su muerte es el paso que conduce a la resurrección.
Él es el Hijo, el Verbo encarnado, tanto en el Tabor como en el Calvario. Solo escuchándolo a él la obediencia de la fe será capaz de seguirle en ese peculiar éxodo, sin ceder al desaliento de la desconfianza, sin sucumbir a la tentación de la incredulidad.
Los evangelistas, y también Pedro, han dado fiel testimonio de este acontecimiento. Los apóstoles y discípulos han visto y oído, han palpado con sus manos, al Verbo de la vida. Ellos han creído, a pesar de la desfiguración de la cruz, y han podido reconocer al Resucitado, portador de una luz que fugazmente habían experimentado Pedro, Santiago y Juan en la cumbre de la montaña.
En el cuerpo de Jesús, en su carne, habían visto estos tres apóstoles, alumbrados por un fulgor como de un relámpago, al nuevo Adán, al rey mesías, a aquel que puede quedarse solo, pero que nunca los dejará solos. A aquel cuya luz se hace camino, éxodo. A aquel que es el lugar de la gloria, el auténtico tabernáculo.
En la transfiguración lo divino se revela en lo visible. En la visibilidad de un cuerpo, en la evidencia de la carne de Jesús. Esa carne concreta y ese cuerpo histórico, vulnerable, es la Imagen de Dios y es, asimismo, por ello, la imagen del hombre. Ni Dios está tan lejos ni el hombre está tan perdido en un laberinto del pasado o en las quimeras de un futuro imposible.
Su cuerpo es el espacio perfecto para la manifestación de Dios; es el ámbito de la comunión y de la apertura, de la cercanía que respeta la trascendencia.
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