La identidad de Jesucristo
En un determinado momento de su vida terrena Jesús preguntó a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Es Simón Pedro el que toma la palabra para contestar: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. El mesías, el ungido, el salvador y rey prometido por los profetas a Israel, es el Hijo de Dios. Es imposible, pues, separar en Jesús su identidad –Hijo de Dios- y su misión –salvador del mundo-.
Arrio, un presbítero de Alejandría, en Egipto, comprometió con su visión de Jesucristo este vínculo inseparable entre identidad y misión. El pasado eclesiástico de Arrio había sido ya bastante agitado. En Alejandría había sido seguidor del cisma del obispo Melecio. Como diácono, había tenido serias dificultades con su obispo, que llegó a excomulgarlo. El siguiente obispo de Alejandría lo reconcilió con la Iglesia y lo ordenó sacerdote. Finalmente, el obispo Alejandro le confió el cuidado de la iglesia de Baucalis, en el barrio portuario de la ciudad.
Pero, en ese destino, Arrio volvió a llamar la atención, escandalizando a algunos de sus fieles predicando sobre el Hijo de Dios – sobre la identidad de Jesús -. El Hijo de Dios, según él, no era propiamente Dios, ya que había sido creado en el tiempo. El concilio de Nicea, en el año 325, estamos celebrando los 1700 años de este magno evento, se convocó para responder a Arrio proponiendo de nuevo la fe profesada por Pedro y por los demás apóstoles. Jesús es “Dios verdadero de Dios verdadero”, “engendrado, no creado”; es decir, pertenece a la esfera del Creador y no a la de las criaturas. Y, precisamente porque su identidad, su Persona, es divina, por eso mismo puede ser el salvador de los hombres, ya que solo Dios salva, solo él puede hacer partícipes a los hombres, por gracia, de su naturaleza divina, adentrándonos en el misterio de su amor.
Arrio era un intelectual de mentalidad helénica. La novedad del Evangelio, pensaba, para poder ser aceptada por el mundo griego culto tendría que ser encuadrada en los parámetros del platonismo medio, preservando la absoluta trascendencia de Dios, completamente alejado de las criaturas y, especialmente, del plano más degradado del ser, que es, en esta visión, la materia. Para salvar en cierto modo la distancia entre el Sumo Bien y la materia, entre Dios y lo creado, el platonismo reconocía la existencia de un ser intermedio, un demiurgo, que no pertenece al ámbito de lo divino, pero que, no obstante, es la criatura más excelsa. Jesucristo, en el planteamiento de Arrio, era algo semejante: la criatura más eminente, tan eminente que hasta se le puede llamar “Hijo de Dios”, aunque en sentido estricto no lo sea. Todo muy helénico, pero todo muy poco evangélico.
A pesar del concilio de Nicea, el arrianismo gozó de mucho predicamento durante demasiado tiempo. San Jerónimo, tras la celebración del concilio local de Rímini en el 359, dominado por los opositores a Nicea, escribió que el mundo entero, en aquella ocasión “emitió un gemido y se maravilló de encontrarse arriano”.
No sé si hoy estamos mejor que en ese momento, ya que el arrianismo no deja de ser, en el fondo, una tentación que acompaña a los creyentes de todos los tiempos: la tentación del racionalismo, el intento de someter la novedad de Jesucristo a los esquemas mentales del hombre que tiende a igualarlo todo, a no respetar la singularidad de lo imprevisto; de un Dios Padre que envía a su Hijo al mundo para hacerse hombre y para extender el vínculo que une al Padre y al Hijo – el Espíritu Santo – a aquellos que se incorporan a Cristo. La mera razón, si se obceca en la pretensión de ser el juez supremo de todo, no puede entender el misterio del amor, en el que se unifican identidad y misión, y que es, en última instancia, lo que nos salva, quien nos salva: “el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.
Guillermo Juan-Morado.
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