La sotana olvidada
Comparto, con el permiso de su autor, un texto escrito por don Joaquim Meseguer García.
LA SOTANA OLVIDADA
Don Agustín era un sacerdote de 78 años, con el cabello blanco como la nieve y la espalda algo encorvada por el peso de los años. Había nacido en una época en la que la sotana era el distintivo de todo sacerdote, un signo visible de su vocación y entrega. Durante sus años de seminario y los primeros años de sacerdocio, la vestía con orgullo, como un joven soldado que portaba su uniforme. Pero llegaron los años 70 del siglo XX, tiempos de cambio y revolución, incluso dentro de la Iglesia.
«Es un símbolo de separación, de un clero distante», le decían algunos compañeros refiriéndose a la sotana. Agustín, joven y entusiasta, abrazó esa idea con fervor. Decidió quitársela y vestirse como “uno más". Con pantalones de mezclilla y camisas de cuadros, se mezclaba con la gente. Predicaba que la Iglesia debía “modernizarse” y dejar atrás tradiciones que, según él, la hacían parecer anacrónica. Durante décadas, la sotana quedó relegada al fondo de un viejo armario.
Agustín se convirtió en un párroco popular, querido por muchos, aunque a menudo se sentía agotado por el ritmo frenético de su ministerio y por la falta de tiempo para orar en silencio. Pero algo lo irritaba profundamente en sus últimos años: las nuevas generaciones de sacerdotes. Había algo en los jóvenes curas recién ordenados que le resultaba incomprensible. Muchos de ellos parecían orgullosos de vestir la sotana. Caminaban con ella por las calles, celebraban Misa con devoción y hablaban de la importancia de los signos visibles de la fe. «¡Romanticismo vacío!», murmuraba Agustín con disgusto. «¿Cómo es posible que quieran volver a algo ya superado y no valoren el progreso que supuso para la Iglesia los cambios introducidos por nuestra generación? No entienden el daño que hace esa nostalgia».
Un día, Don Agustín recibió la visita de un joven sacerdote, Don Mateo, de apenas 32 años. Mateo había sido asignado a colaborar en la parroquia durante el verano. Vestía una sotana impecable, lo que causó de inmediato una chispa de irritación en Agustín.
– ¿De verdad crees que esa sotana te hace mejor sacerdote? –le preguntó con tono severo.
Mateo, lejos de molestarse, respondió con calma:
– No me hace mejor, pero sí me recuerda quién soy. Es como un hábito para un monje, un recordatorio constante de que pertenezco a Cristo.
Agustín no dijo nada, pero la respuesta lo dejó intranquilo. Esa noche, mientras revolvía sus cosas en busca de un viejo libro, encontró, en el fondo del armario, su antigua sotana. La sacó con cuidado, observando cómo el tejido negro estaba algo desgastado, pero aún entero. Por un momento, recordó los días de su juventud, cuando la vestía con ilusión. Algo dentro de él se removió, una mezcla de nostalgia y curiosidad. Pasaron algunas semanas. Durante una visita al hospital, Agustín vio a Mateo atendiendo a una anciana moribunda. Estaba arrodillado junto a su cama, rezando con ella, con la sotana recogida ligeramente para no ensuciarla. La mujer, con una expresión serena, le agarraba la mano con fuerza, como si ese signo visible de lo sagrado le diera consuelo en sus últimos momentos. Esa noche, Agustín volvió al armario y sacó su sotana. La sostuvo entre sus manos durante un rato, en silencio. Finalmente, decidió probársela. Al mirarse en el espejo, apenas se reconoció. Algo profundo en su corazón se quebró. Una sensación de paz, mezclada con humildad, se apoderó de él.
Al día siguiente, los feligreses se sorprendieron al ver a Don Agustín aparecer en la iglesia vestido con su sotana. Algunos sonrieron con alegría, mientras que otros, acostumbrados a su aspecto más sencillo, lo miraron con extrañeza. Pero lo más sorprendente fue lo que sintió Agustín: un peso había caído de sus hombros. No volvió a criticar a los jóvenes sacerdotes por vestir sotana. Al contrario, comenzó a hablar con ellos con respeto y, de vez en cuando, les compartía historias de su juventud. La sotana, más que un hábito externo, se había convertido para él en un símbolo de reconciliación: con su pasado, con su vocación y con el Dios que nunca había dejado de vestirlo con su gracia, incluso cuando él había colgado su sotana en el armario.
Joaquim Meseguer García.
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