Santa María, madre de Dios

Siguiendo la costumbre de los israelitas, los cristianos celebramos las grandes fiestas durante ocho días. La solemnidad de la Navidad tiene, por consiguiente, su “octava” en la solemnidad de santa María, madre de Dios. María y Jesús están indisociablemente unidos, con un singular vínculo materno-filial. Como decía Pablo VI, “en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de él”. Contemplar la maternidad divina de María ayuda a comprender en toda su hondura la verdad de la encarnación: “El Verbo se hizo carne”; es decir, el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre.

Por ser la madre de Jesucristo, el Verbo encarnado, los cristianos invocaron, desde muy pronto, a María como “madre de Dios” - “theotókos”, en lengua griega -. Este título no era del gusto de Nestorio, patriarca de Constantinopla desde el año 428, quien, contraviniendo el uso tradicional en la piedad popular, en la liturgia y en la teología, pedía que a María se le llamase no “madre de Dios”, sino “madre de Cristo”. Muchos de sus feligreses protestaron contra Nestorio, encontrando, en el descontento, un aliado en el patriarca de Alejandría, Cirilo, quien defendió a María como “theotókos”: si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué la Virgen santísima no puede ser llamada “madre de Dios”?, se preguntaba.

En el fondo de toda esta controversia estaba la cuestión de la unidad de Cristo. Jesucristo, Dios y hombre, es un único sujeto, una única persona, y no la conjunción de dos sujetos o de dos personas, como si en Cristo hubiese una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. El tercer concilio ecuménico, reunido en Éfeso en el año 431, de acuerdo con san Cirilo de Alejandría, confesó que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre”. La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde el primer instante de su concepción en el seno de la Virgen. Por eso, este concilio proclamó que María llegó a ser con toda verdad madre de Dios: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional […] unido a la persona del Verbo”. La maternidad es una relación personal: María es madre de Dios, porque de ella nació el Verbo según la carne.

De este modo, se subrayaba la auténtica encarnación de Dios. De un único sujeto, de una única persona, la persona divina del Verbo, se predica tanto lo que hace referencia a su divinidad como lo que hace referencia a su humanidad. El Verbo, el Hijo de Dios, omnipotente y creador, verdaderamente se hizo hombre, nació, padeció, murió y resucitó. La única persona de Cristo, sin perder su naturaleza divina, asumió una naturaleza humana, semejante a la nuestra, para ser Dios y hombre y, en consecuencia, mediador entre Dios y el hombre.

Como reflejo de toda esta clarificación doctrinal llevada a cabo por el concilio de Éfeso, que avaló la devoción popular dotándola de un fundamento bíblico y dogmático, tenemos la reconstrucción de la basílica liberiana de Santa María Mayor, una de las cuatro basílicas papales de la ciudad de Roma, que se alza en la cima del monte Esquilino. En esta bellísima iglesia, además de los mosaicos paleo-cristianos sobre la infancia de Jesús, se custodian también el icono de la “Salud del Pueblo de Roma”, atribuido a san Lucas, así como las reliquias de la “sagrada cuna”, del pesebre que acogió a Jesús. Todo en María está referido a Cristo, su Hijo.

Guillermo Juan-Morado.

 

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