Doctoras de octubre
El mes de octubre comienza con la memoria de santa Teresa de Lisieux y encuentra su ecuador en la fiesta de santa Teresa de Jesús. Las dos santas, las dos carmelitas, las dos escritoras. Junto a santa Catalina de Siena y a santa Hildegarda de Bingen constituyen el selecto grupo de “doctoras de la Iglesia”, de maestras insignes de la fe. San Pablo VI, en 1970, reconoció como tal a santa Teresa, la primera mujer en obtener este título, y el 19 de octubre de 1997 san Juan Pablo II hizo lo propio con santa Teresa del Niño Jesús.
Santa Teresa de Jesús (Ávila 1515 - Alba de Tormes 1582) poseía una gran personalidad, un temperamento entusiasta. Apasionada de la lectura – de libros de caballería y de vidas de santos -, salió de Ávila, con seis o siete años, acompañada de su hermano Rodrigo con el propósito de ser martirizados: “concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen”, recuerda en el “Libro de su vida”.
En 1533, en su ciudad natal, entra en el monasterio carmelita de la Encarnación. En 1555 toma conciencia, de un modo muy vivo, del sufrimiento de Jesús en su Pasión para salvarnos y, en consecuencia, intensifica su vida religiosa. Emprenderá la reforma de la Orden del Carmen, retornándola a su primigenia regla, a una mayor observancia. En 1563, “se descalza”, abandonando los zapatos por sandalias. En 1567 se une a su reforma san Juan de la Cruz.
Comienzan las fundaciones de conventos - de monjas y de frailes -, los viajes, los problemas y hasta los conflictos. El nuncio papal en España, Filippo Sega, no entusiasta de su proyecto, la calificó de “fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz”. Su obra literaria recoge estas incidencias, así como su experiencia espiritual y mística. Fray Luis de León dijo de la prosa teresiana: “en la forma del decir y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ella se iguale”.
Comparada, a los ojos del mundo, con la “gran Teresa”, la “pequeña Teresa” parece quedar rezagada. Pero esta impresión se disipa si uno profundiza en su vida e itinerario espiritual. Santa Teresa de Lisieux (Alençon 1873 – Lisieux 1897), en sus poco más de veinticuatro años de existencia terrena, ha dejado un gran poso en la vida de la Iglesia. En Alençon pasa los primeros cuatro años y medio. La muerte de su madre motiva que su padre se trasladase, con sus cinco hijas, a Lisieux. En la casa llamada “Les Buissonnets” transcurre el resto de su infancia, hasta que consigue ingresar, con poco más de quince años, en el Carmelo de Lisieux. Teresa no había dudado en pedir esa gracia, el ingreso temprano en el monasterio, al papa León XIII durante una audiencia en Roma.
Experimentaba el deseo de amar a Jesús y hacerlo amar. Por ello, intensificaba su oración por la salvación de todos - no en vano fue proclamada en 1927 patrona universal de las misiones, junto a san Francisco Javier -. A partir de 1894, en una época en la que se tendía a ver a Dios como juez justiciero, descubre el “camino de la infancia espiritual”: Dios es, ante todo, Padre, Amor misericordioso que se expresa en Jesús, su Hijo encarnado.
Teresa experimentó que la vocación al Amor – la síntesis de todo –compendiaba “los grandes deseos”: “En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado”, escribe. En 1896, ya gravemente enferma de tuberculosis, padeció la noche oscura para su fe y esperanza, la angustia de la dificultad de creer, un rasgo que la hace próxima a quienes, en nuestro hoy, vivimos sumergidos en un ambiente de incredulidad. Su célebre libro, “Historia de un alma”, se publicó poco después de su muerte.
Dos grandes doctoras, a quienes merece la pena recordar en octubre, un mes literario y misionero.
Guillermo Juan-Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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