Vírgenes necias

En la catedral de Magdeburgo, en Alemania, una de las primeras catedrales góticas de ese país, se encuentran, en el exterior de la entrada norte al transepto, las esculturas de las cinco vírgenes sabias y de las cinco necias. Datan, estas esculturas, de mediados del siglo XIII y, con gran maestría para su época, expresan las emociones y el lenguaje corporal de los personajes que representan.

Obviamente, el motivo de este conjunto escultórico se encuentra en el capítulo 25 del evangelio según san Mateo: la parábola de las diez vírgenes. Las diez esperan ansiosamente la venida del esposo. Las prudentes son aquellas que tienen previsión y que preparan todo lo necesario para recibirlo. Las necias son las que carecen de esa cautela.

La parábola ha dado pie a múltiples interpretaciones. San Gregorio Magno escribe al respecto: “Los que rectamente creen y justamente viven, son comparados a las cinco vírgenes prudentes. Pero los que confiesan en verdad la fe de Jesucristo, pero no se preparan con buenas obras para la salvación, son como las cinco vírgenes necias. Por lo que añade: cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes”. No basta con creer rectamente; hay, asimismo, que vivir justamente. La prudencia, la vigilancia, exige la coherencia entre la fe y la vida. La incoherencia es, en este sentido, necedad. Y san Hilario observa que “el aceite [que alimenta las lámparas] es el fruto de las buenas obras; las lámparas son los cuerpos humanos, en cuyas entrañas debe esconderse el tesoro de la buena conciencia”.

Todos podemos ser previsores o necios. También aquellos y aquellas que forman parte de la vida contemplativa en la Iglesia: los monjes y las monjas. Dice el Concilio Vaticano II: “El oficio principal de los monjes [de los monjes y de las monjas] es ofrecer a la divina Majestad un servicio a la vez humilde y noble dentro de los muros de sus monasterios”. Y añade el mismo concilio que “los monasterios sean como semilleros de edificación del pueblo cristiano”.

Lo mejor puede convertirse en lo peor. Lo humano lleva consigo esos riesgos. Dom Dysmas de Lassus, prior de la Gran Cartuja, advierte en su libro “Riesgos y deriva de la vida religiosa” del posible establecimiento en un monasterio de una deriva sectaria. Puede suceder que, en un monasterio, se imponga una dinámica de grupo y de emulación en la creencia de que “nosotros sí tenemos vocaciones”, “nosotros sí somos fieles”, “nosotros sí tenemos luz”. Desde fuera, todo parece ir bien. Desde dentro, es otra cosa. Dos o tres personas empiezan a controlarlo todo y la búsqueda de la uniformidad sustituye al respeto de la unidad en la diversidad. La apertura a la realidad se olvida en favor de una cultura de la mentira, del disimulo, de la autojustificación. Un proceso viciado que puede llegar al paroxismo si alguien pasa a ser “cabecilla” del grupo, convirtiéndose en el centro de todo. Puede ser alguien de dentro de la comunidad o de fuera: Esta persona se convierte en “la” referencia comunitaria.

Se pierde así el contacto con lo real, con lo verdadero y, sin ninguna base racional, se termina por defender al “cabecilla” a toda costa. Escribe Dysmas de Lassus: “No se construye un sistema humano sobre la mentira, la desconexión con la realidad y la verdad”.

Las vírgenes prudentes están atentas a la verdad y a sus exigencias. Las vírgenes necias han perdido la conexión con lo real. Se han vuelto, estas últimas, mucho más vulnerables a los caprichos y deseos de los “cabecillas”, que pueden surgir de dentro y de fuera del monasterio. En cualquier caso, “cabecillas” que arrastran a la frustración y al fracaso de la propia existencia.

 

Guillermo Juan Morado.

Publicado en “Atlántico Diario”.

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