Lecturas: Serafín Béjar, "Cristología y donación"
Serafín Béjar, Cristología y donación. Ha aparecido la gracia de Dios, Sal Terrae (colección Presencia Teológica 312), Maliaño 2024, 383 páginas, ISNB: 978-84-293-3194-3.
Serafín Béjar (Granada, 1974) es doctor en Teología Fundamental por la Universidad Gregoriana de Roma y en Filosofía por la Universidad de Granada. Enseña Cristología, Teología Fundamental y Método Teológico en la Facultad de Teología de la Universidad Loyola-Andalucía. Sus publicaciones inciden en la aportación de algunas líneas de la fenomenología contemporánea de cara a la comprensión del cristianismo.
Ya en el prefacio del libro que reseñamos, Serafín Béjar establece un claro vínculo entre cristología, filosofía y credibilidad: “La cristología, que tiene como misión la universalización de la narrativa evangélica, encuentra en la filosofía las mediaciones de razón que le permiten mostrar la credibilidad del acontecimiento ‘Cristo’, en un mundo culturalmente diverso en el que vivió el Hijo de Dios hecho carne” (p. 11). Para el autor, “la fenomenología contemporánea ofrece a la cristología un vasto horizonte por el que transitar en la actualidad” (ibid.).
S. Béjar señala algunos desplazamientos operados en las últimas décadas en el ámbito de la fenomenología que han impactado en la cristología: el subrayado del “aparecer” frente al predominio del “ser”. El pensamiento positivista reduce la realidad a hechos brutos, la fenomenología convierte el mundo de la vida en un mundo de sentido. Frente a la preeminencia del “sujeto constituyente” de la modernidad, se subraya el “sujeto constituido”, que se convierte en “testigo” del fenómeno que se manifiesta. La primacía de la verdad como “esencia” da paso al subrayado de la verdad como dinamismo de “desvelación”. Del predominio del “alma” se transita a la acentuación de la “carne” a la hora de comprender el mundo de la vida. El último desplazamiento consiste en el cambio de la preponderancia del “Dios apático” al subrayado del “Dios patético”, que no ignora la real pasión de Cristo.
El autor señala que este programa fenomenológico ha conocido una progresiva radicalización en torno a la figura de la “donación”: toda aparición está sustentada por una donación (cf. p. 15). Se configura así una fenomenología de la donación en el pensamiento de Jean-Luc Marion. Asumiendo muchos elementos de este enfoque, S. Béjar hace una propuesta que “consiste en una trasposición de los moldes propios de esta fenomenología a los contenidos fundamentales de la cristología” (ibid.). Insiste en el contenido teológico-fundamental de esta propuesta, a la vez que en su reserva crítica con respecto a la fenomenología: “esta trasposición no se realiza de modo acrítico, sino discerniendo dichos moldes de pensamiento desde la revelación de Dios en Cristo Jesús” (p.16).
El “ciclo de la donación” – determinado por las figuras de la donación, el donador, el don y el donatario, principalmente, que se corresponden, respectivamente, con las personas del Espíritu, el Padre, el Hijo y el ser humano – sirve de hilo conductor a los once capítulos del libro, que relaciona la singularidad de Jesús con el misterio trinitario y con la vocación del ser humano. Este encuentro entre cristología y fenomenología de la donación aporta una apertura de perspectivas en el campo teológico: la comprensión del reino de Dios en clave pneumatológica; el acercamiento a los títulos cristológicos a partir de la idea de “fenómeno saturado”; la relectura de la categoría de proexistencia desde el concepto de “abandono de sí”; la presentación de las apariciones del Resucitado en relación con los diversos “modos de invisibilidad”; y la actualización del dogma de Calcedonia así como la propuesta de una definición de “persona”, tomando como paradigma de interpretación la categoría de “adonado” (cf. p.16-17). Igualmente, el autor ha procurado iluminar, desde la cristología, las realidades de la libertad y del poder.
Fijémonos en esta apertura de perspectivas, sin olvidar por ello la totalidad del libro. El capítulo 1 (“La sospecha”) aborda la relación entre historia y fe, resumiendo la problemática concerniente al “Jesús histórico” e indicando que la historia y la fe se encuentran en la necesaria hermenéutica de los textos. El teólogo es consciente de que “el elemento normativo para la cristología radica en el testimonio neotestamentario que nos dejaron los testigos cualificados de la primera hora” (p. 53). El capítulo 2 (“La deuda”) estudia la visión de Jesús sobre el templo y el orden sacrificial, así como sobre la ley y la salvación. La novedad que Jesús lleva a cabo es “un cambio profundo, donde la prioridad de la deuda deja paso al protagonismo de la donación” (p.77).
En el capítulo 3 (“El reino”) se destaca, como ya se ha indicado, la comprensión del reino en clave pneumatológica con ayuda de la figura de la “donación”: “la misión encomendada por el Padre al Espíritu consiste en la donación de las condiciones que hacen posible el reconocimiento del Hijo en el judío Jesús de Nazaret” (p. 87). Es decir, “el advenimiento del reino inaugura un acontecimiento nuevo que, con su luz, nos va a permitir reconocer al Hijo venido en la carne” (p.95). La figura de la “donación” contribuye, pues, a comprender el papel del Espíritu Santo en la llegada del reino. La donación – el acto mismo de donar, el dinamismo de ofrecimiento -, se retira y se oculta y, con su carácter inaparente, permite la aparición de un don. El Espíritu se “retira” en la acción de donar para poder reconocer el don de Cristo (cf. p.103-104). El Espíritu Santo es, en analogía con la teoría de la Gestalt, como el fondo que permite reconocer la forma; es decir, a Cristo.
La donación y el don remiten a la figura de un donador, el Padre, a quien se dedica el capítulo 4 (“El Padre”). El Padre es como el “trasfondo” de la dinámica de la donación; de ahí la invisibilidad como una de las características con las que ha sido concebido por la tradición cristiana (cf. p. 107). La figura del donador remite a la pura trascendencia, al Dios escondido - la revelación es, a la vez, manifestación y ocultamiento -. La figura del donador está relacionada con el Padre, cuyo ser es “asimétrico”, pues da desde la abundancia y no desde la carencia, aunque quiere reciprocidad por nuestro propio bien, que consiste en recibir para poder dar (cf. p. 129).
En el capítulo 5 (“El Hijo”) el autor lleva a cabo la aproximación a los títulos cristológicos desde la idea de “fenómeno saturado”. El don que entrega el Padre es el Hijo y, por ello, la filiación es “la figura eminente de la experiencia cristiana” (p. 135). En Jesús se da una “saturación de la donación”: “en Él acontece un exceso que hace saltar todas las categorías religiosas disponibles en su época, despejando el camino a la manifestación de una pretensión sorprendente para el conjunto de sus contemporáneos” (p.136). Los “fenómenos saturados” son aquellos que donan tanta intuición al sujeto que desbordan todos los conceptos disponibles. Por eso, Jesús es reticente a la hora de designar el misterio de su identidad con los títulos disponibles en su momento (Mesías, Hijo de Dios, Hijo del Hombre). Estos fenómenos son imprevisibles, resisten a la iteración, y tienen carácter absoluto (solo pueden entenderse desde sí mismos): “Hay una donación tan sobreabundante en la aparición de Jesús que lo convierte en el don del Padre para nuestro mundo” (p.139). El donatario es el ser humano, susceptible de recibir el don. El donatario pasa a “adonado” cuando no simplemente recibe lo que se le entrega o desvela como don aquello que ha recibido, sino que, además, se desvela a sí mismo como recibido a partir de lo que recibe (cf. p. 176).
En el capítulo 6 (“La muerte”) se propone “el cambio de la expresión proexistencia activa por el concepto de ‘abandono’, con mayor raigambre bíblica” (p. 194). La proexistencia activa significa que Jesús se constituyó en el “hombre para los otros” y “para el totalmente Otro”. No obstante, el carácter recibido de la existencia - el adonado debe recibir para recibirse - se refleja mejor en el concepto de “abandono”: “Jesús encuentra el sentido de su vida en la experiencia de la filiación – en un vivirse como recibido desde el Padre-, y es esta existencia recibida la que posibilita a Jesús vivir en el olvido de sí o en la entrega incondicional a los otros. En un modelo antropológico cristiano todo es recibido” (ibid.). El “ser-para” es una consecuencia del “ser-desde”. Jesús se ve a sí mismo, y en esta clave interpreta su propia muerte, como el gran don que el Padre entrega al mundo.
El capítulo 7 (“La vida”) relaciona las apariciones del Resucitado con los diversos “modos de invisibilidad”. La mejor manera de interpretar estas apariciones es considerarlas como “revelación”, que es “la esencia misma de la manifestación porque tiene la capacidad no simplemente de hacer ver lo invisible, sino de manifestar lo invisible en tanto que invisible” (p. 220). Desde esta perspectiva, se comprende mejor la dificultad que experimentan los discípulos para reconocer al Resucitado; se entiende mejor también la integración entre el elemento “visual” y la palabra, que ayuda a interpretar el acontecimiento; en tercer lugar, el dinamismo de la revelación consiente evitar dos peligros al interpretar los relatos de las apariciones: el materialismo grosero y, en el extremo contrario, una interpretación doceta o gnóstica (cf. p. 223); en cuarto lugar, comprender las apariciones como revelación contribuye a percibir que a los discípulos no se les ahorra el salto de la fe – ya que sin fe no es posible el acceso a Jesús resucitado -; finalmente, esta óptica del dinamismo de revelación aporta claridad sobre el carácter indisponible del Resucitado: Jesús se aparece a quien quiere, donde y cuando quiere. El arribo de esta revelación convierte a los sujetos en testigos.
El capítulo 8 (“La redención”) ahonda en el símbolo soteriológico de la redención. La figura de la redención “no es un concepto, sino una analogía: no pretende definir, sino que intenta evocar. Justamente, aquellos fenómenos que están saturados de una demasía de significación para nosotros no pueden encerrarse en una determinada definición. La atmósfera propicia para los fenómenos que desbordan nuestra capacidad de presa es el símbolo” (p. 257). El capítulo 9 (“La confesión”) propone la figura del “adonado” como posible actualización del concilio de Calcedonia, ofreciendo una definición de persona en clave fenomenológica más que metafísica: “persona es aquel que, habiéndose recibido desde Otro, vive en el total abandono de sí” (p. 312). En sintonía con el dogma de Calcedonia, S. Béjar considera que el “término adonado, tomado de la filosofía de Marion, puede constituirse […] en una buena hermenéutica del concepto de persona” (p. 313).
El capítulo 10 (“La libertad”) reflexiona sobre la libertad en armonía con la visión de la persona como el existente que, habiéndose recibido desde Otro, vive en el abandono de sí. La libertad, entendida en clave cristológica, significa disposición de sí para el abandono. La libertad significa relación, siendo la relación con Dios la más liberadora que podemos concebir. La libertad es acogida de la alteridad, de la cualidad de ser otro distinto, como se ve reflejado en la parábola del buen samaritano. La libertad es también creatividad, porque pone en nuestras manos la posibilidad de generar con la propia vida una realidad nueva. El capítulo 11 (“El poder”) reflexiona cristológicamente sobre el poder con la finalidad de hacer comprensible en el mundo actual el atributo divino de la omnipotencia, que es visto no tanto como “poder en sí”, sino como “poder en relación”, dándole voz al Dios encarnado y crucificado (cf. p. 349). El volumen se cierra con un epílogo (p. 365-368) y con una selecta bibliografía (p. 369-383).
Se trata de una obra de recomendable lectura. El autor muestra de modo convincente cómo la fenomenología de J.-L. Marion puede ayudar a pensar mejor algunos aspectos de la cristología con la finalidad de lograr una comunicación de los contenidos de la fe que gane en universalidad. No obstante, muestra también un gran sentido de libertad frente a cualquier construcción filosófica, por valiosa que sea. La mediación filosófica no puede absolutizarse: “El diálogo que mantiene la cristología con la fenomenología contemporánea debe mostrarse atento a recibir los impulsos positivos que le llegan desde ella, pero sin dejarse subsumir en una suerte de irrelevancia que le haría perder su singularidad” (p. 208).
Guillermo Juan Morado.
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