La dignidad (ontológica) de cada ser humano
La declaración “Dignitas infinita” del Dicasterio para la Doctrina de la Fe aporta una explicación muy oportuna sobre las diferentes acepciones del término “dignidad” referido a cada ser humano. El uso de esta palabra resulta, a menudo, equívoco y confuso, dando pie a numerosas contradicciones. Es verdad que se presume la existencia de un consenso acerca de la importancia y del alcance normativo de la dignidad y del valor único de cada ser humano; no obstante, en las circunstancias concretas, no siempre esta dignidad es reconocida, respetada, protegida y promovida.
Para superar esas contradicciones, es preciso aclarar los diferentes sentidos del concepto de dignidad: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y, finalmente, dignidad existencial. De estos cuatro sentidos, el más importante y fundamental es el primero: la “dignidad ontológica”, que le corresponde a cada ser humano por lo que es, independientemente de las circunstancias en las que pueda encontrarse. Sea bueno o malo, rico o pobre, niño o anciano, sano o enfermo, el ser humano debe ser tratado como una persona: no puede ser comprado ni vendido. Tiene, diría Kant, dignidad y no precio.
Cuando se habla de “dignidad moral”, solemos referirnos no a lo que un ser humano es, sino a cómo ese ser humano hace uso de su libertad, de su capacidad de obrar razonablemente según el dictamen de la conciencia rectamente formada o bien en contra de este juicio. El hombre puede comportarse, en el plano moral, de modo digno o indigno. Puede, por ejemplo, cuidar a sus padres ancianos o desentenderse de su bienestar. Puede defender a los débiles o explotarlos. Puede luchar por la justicia o lucrarse aprovechándose de las injusticias. Por grave que pueda resultar el descenso al terreno de lo éticamente indigno, por ignominiosa que llegue a ser la complicidad con todo tipo de aberraciones, el ser humano que protagoniza esta degradación en el plano moral no deja de ser, ontológicamente, un ser humano. Puede comportarse como una bestia o como un demonio, pero sigue siendo ontológicamente un hombre. El respeto a esta dignidad ontológica, que no puede perderse nunca, exige, por ejemplo, que un asesino no pueda ser torturado y que, en general, el derecho penal de las naciones deba buscar no la destrucción del reo, sino, en lo posible, su reinserción en la sociedad.
El tercer sentido del término alude a la “dignidad social”, que está vinculada a las condiciones de vida de una persona. En situaciones de pobreza extrema, cuando alguien no puede vivir a la altura de lo que es, de su dignidad ontológica, se habla de “condiciones infrahumanas” o, incluso, de vida “indigna”. Pero, en este uso de las palabras, jamás se debe olvidar que la indignidad no es una propiedad de la persona como tal, sino un calificativo de una situación económica o social que ha de ser superada.
Finalmente, una cuarta acepción es la de “dignidad existencial”. Se habla, así, de vidas “dignas” o “indignas” en función de diferentes situaciones existenciales: por ejemplo, en el caso de una persona a la que no le faltan los medios de subsistencia para un bienestar básico, pero que, por diversas razones, tiene dificultades para vivir con paz, alegría y esperanza. O bien cuando se da la presencia de enfermedades graves, de contextos familiares violentos, de dependencias patológicas, etc. En circunstancias de este tipo, la persona puede percibir su vida como “indigna”, no obstante, su dignidad ontológica siga siendo la misma, ya que no ha perdido la condición de ser humano, de persona.
Como señala el Dicasterio para la Doctrina de la Fe: “Estas distinciones, en cualquier caso, no hacen otra cosa que recordar el valor inalienable de la dignidad ontológica radicada en el ser mismo de la persona humana y que subsiste más allá de toda circunstancia”. Es una sabia advertencia ya que, pese a suscribir la Declaración de 1948 de las Naciones Unidas, las legislaciones de muchos países, y la mentalidad de numerosos ciudadanos, tiende a establecer, en la práctica, una jerarquía en la dignidad ontológica de los seres humanos, como si hubiese personas de primera o de segunda, como si no todo ser humano tuviese que ser respetado siempre, en cualquier circunstancia, justamente por lo que es.
Los males que pueden aquejar al hombre – el mal moral, el desvalimiento económico o social, la pérdida de la salud o de estímulos para querer seguir viviendo… - han de ser superados o aliviados con ayuda del saber humano y de los recursos éticos. Estos males jamás se superan de modo lícito retirando a los seres humanos su cualidad de personas; es decir, ignorando o negando su dignidad ontológica.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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