La Resurrección de Jesús, razón y fe
“Pascua sagrada. ¡Cantemos al Señor! Vivamos la alegría dada a luz en el dolor”. La Iglesia anuncia el gozo de la Pascua, del paso de Jesús, a través de la muerte, de este mundo al Padre, de la vida terrena a la vida definitiva que deja atrás el poder de la muerte. No se trata de volver a la vida presente, sino de entrar en la vida futura. Como explicaba Benedicto XVI, la Resurrección de Jesús “es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia”.
En la Resurrección de Jesús se unen historia y transcendencia, razón y fe. Se trata de un acontecimiento real que tiene efectos históricamente comprobables, como el sepulcro vacío y los múltiples testimonios del encuentro de los discípulos con el Resucitado. Pero, a la vez, es un acontecimiento transcendente, que pertenece al centro del misterio de la fe en aquello que sobrepasa a la historia. Ante este acontecimiento, se impone una opción: o se piensa que la historia es totalmente homogénea, aceptando que solo puede haber sucedido lo que podía suceder siempre, o se acepta el carácter singularísimo de este suceso, dejándose subyugar por la propia evidencia de un fenómeno que rompe la concatenación habitual de los hechos.
El Nuevo Testamento nos invita a creer en la Resurrección, en una realidad que va más allá de lo común y que supone una inmediata intervención de Dios en el orden material. La Resurrección no se demuestra, se cree. Constituye a la vez el objeto y el centro de la fe, mediado por la tradición, como recuerda san Pablo: “Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras”. Es la Resurrección lo que fundamenta y origina el anuncio y la fe, aunque la singularidad de este hecho vaya, inexorable y escandalosamente, más allá de la “religión dentro de los límites de la mera razón”.
La Resurrección se cree, pero no de modo ciego, sino razonable, ya que va unida a una constelación de indicios históricos, de huellas, que, en su convergencia, la muestran como digna de ser creída responsablemente. Es plausible pensar que “algo” tuvo que pasar para que las mujeres que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús se convirtiesen en las primeras mensajeras de la Resurrección; para que la tumba estuviese abierta; para explicar el que Pedro y los Doce experimentaran el encuentro con Jesús Vivo; para dar cuenta del compromiso y martirio de los apóstoles y del nacimiento y crecimiento de la Iglesia primitiva… Son muchas las pistas que apuntan a que la Resurrección sea la explicación plausible de este “algo”.
Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado”.
Hoy sigue siendo posible el encuentro personal, en la fe, con Jesús Vivo, vencedor de la muerte, y el dejarse subyugar, sin dejar de lado la razón, por la evidencia de un fenómeno, la Resurrección, que se pone de manifiesto a partir de sí mismo y que conduce a decir, como Tomás cuando pasó de incrédulo a creyente: “¡Señor mío y Dios mío!”. Brota así, de nuevo, la alegría cargada de esperanza.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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