Leyes
Asistimos a un auténtico aluvión de leyes y, por desgracia, muchas de ellas no parecen estar orientadas a promover las condiciones de vida social que permitan a las personas conseguir su propia perfección. La sociedad no es un archipiélago formado por islas incomunicadas, sino que se compone de personas – seres relacionales –, de grupos intermedios y de comunidades de pertenencia como la familia y la nación, que preceden al individuo para ayudarlo a desarrollar su proyecto vital. Para que las leyes contribuyan al bien común, han de respetar los derechos fundamentales e inalienables de todo ser humano, el más básico de los cuales es el derecho a la vida; han de promover el bienestar social y el desarrollo, y han de contribuir a la paz.
Quienes promueven determinadas leyes – eutanasia, aborto, “ley trans” - argumentan que lo que buscan es “ampliar derechos” y que estas leyes no obligan a aquellos ciudadanos que piensan de modo diferente. Este razonamiento es un tanto falaz, porque presenta como “derechos” realidades que no son tales y, además, parece ignorar la repercusión de determinadas acciones en los valores y en los hábitos de las personas: una leyes malas hacen peor a la sociedad. Y este deterioro es un asunto que nos concierne a todos.
No puede ser un derecho exigir ayuda para suicidarse o reclamar la cooperación de otros para que pongan fin a nuestra propia vida. Y no lo es porque, en justicia, nadie tiene la obligación de llevar a cabo esa prestación. La muerte no debería figurar entre las ofertas de un sistema de salud digno de tal nombre, cuyo fin es cuidar a los pacientes, aliviando su sufrimiento, pero respetando su vida.
Tampoco puede ser un derecho eliminar a un ser humano en su etapa embrionaria. Todos los que hoy somos adultos hemos sido algún día embriones, niños, adolescentes y jóvenes. Son etapas del desarrollo natural de la existencia humana. Nadie puede ser obligado a “interrumpir” ningún embarazo, porque esa interrupción comporta necesariamente la muerte de un ser humano aún no nacido. No vale con argüir que una castaña no es un castaño, por la sencilla razón de que, por mucho que se aprecien los castaños, no son seres humanos. Las castañas y los castaños se pueden vender y comprar. Los seres humanos, no.
Por otra parte, un deseo no se convierte automáticamente en un derecho. Uno puede desear ser millonario, pero sería absurdo que se presentase en su banco exigiendo millones de euros si carece de fondos. No todo está sometido al imperio de la voluntad individual. Muchas veces, la verdad de las cosas, las posibilidades de la propia naturaleza y hasta el desafío que impone la realidad, nos deberían hacer ver que no siempre “querer es poder”. La diversidad biológica del hombre y de la mujer es un dato de la naturaleza que no se puede eliminar sin caer en engaños. Es irresponsable propiciar que personas muy jóvenes inicien un camino irreversible que puede conducir a la peor de las frustraciones.
De la ampliación de los presuntos “derechos” no quedan al margen los animales. En este caso, se olvida una premisa fundamental: Los animales no tienen derechos, porque tampoco tienen obligaciones. Somos los seres humanos los que tenemos la obligación de proporcionarles un trato adecuado, evitando el sufrimiento injusto.
Considero una obligación moral reaccionar frente a todo lo que deshumaniza a la sociedad. Banalizar la muerte, presentarla como solución en la vejez o en la enfermedad y tolerarla o propiciarla durante la etapa embrionaria, no nos hace mejores. Ni nos ayuda como sociedad confundir a los jóvenes haciéndoles creer que uno puede autodeterminar libremente su propia naturaleza. Ni mejora en nada nuestra responsabilidad ciudadana humanizar a los animales, cayendo en la fantasía de que son lo que ni son ni pueden ser nunca.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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