Se hizo Camino tomando la humanidad
En el llamado “discurso de despedida”, ya en la inminencia de su Pasión, Jesucristo se despide de los suyos invitándoles a la fe y a la esperanza: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14,1).
La fe procede de la audición, de la escucha. En la fe predomina siempre la palabra sobre la idea: penetra en el hombre desde fuera. La palabra llama y la fe es respuesta a esa palabra.
También a nosotros la palabra de Jesucristo nos invita a creer y a afrontar la realidad de la muerte – de la muerte de nuestros seres queridos, de la propia muerte – con serenidad y con esperanza: “creed en Dios y creed también en mí”.
Jesucristo es el camino único hacia el Padre; un camino que discurre en la verdad y que conduce a la meta divina, a la vida plena de la comunión con Dios. No nos enderezamos hacia la aniquilación, sino hacia Dios.
San Agustín comenta que es como si el Señor nos dijera: “¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿En dónde quieres permanecer? Yo soy la vida”.
Jesús es el Verbo de Dios, que con el Padre es verdad y vida, y que se hizo camino tomando la humanidad: “Camina por esta humanidad para llegar a Dios, porque es preferible tropezar en este camino, a marchar fuera de la vía recta”, añade el Obispo de Hipona.
Estamos en el mes de Octubre, en el que hemos celebrado la fiesta de Santa María del Pilar; un mes especialmente dedicado al Rosario. San Juan Pablo II, cuya conmemoración se celebra el día 22, nos animó a contemplar a Cristo, el camino que nos lleva al Padre, con la mirada de María; una mirada siempre llena de admiración y asombro; una mirada que jamás de aparta de Él.
Una mirada interrogadora, como en el episodio del Niño perdido en el templo. Una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, como en Caná. Una mirada dolorida, en el Calvario. Una mirada radiante, en la mañana de Pascua. Una mirada ardorosa, en el día de Pentecostés.
Debemos contemplar, con los ojos de la fe, el rostro de Cristo Resucitado, que nos prepara sitio en la casa del Padre. El rostro glorioso del Viviente, que ha triunfado sobre la muerte y que nos hace partícipes de su victoria.
El Señor es el Camino y es también la Puerta que nos abre el acceso al cielo, a la vida eterna. La fe es la sustancia de la esperanza en la vida eterna: “Volveré a veros – nos dice Jesús - , y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,22).
Que María ruegue por nosotros; ahora y en la hora de nuestra muerte. Con palabras del obispo y poeta don Gilberto Gómez González suplicamos a la Virgen:
“Salve, Reina del cielo:
presta oídos al himno de tus súbditos
que te cantan orgullo de su raza,
y bendita entre todas las mujeres:
más que Esther poderosa,
defensora del pueblo malquerido,
más que Judit, vengadora,
justiciera de ebrios Holofernes,
más que Eva, la madre de los vivos,
que aplastas la serpiente y nos ofreces
el fruto verdadero de tu vientre bendito.
Reina, que estás sentada a la diestra de tu Hijo,
el Rey de Cielo y Tierra.
Cuéntale cosas buenas de nosotros,
tus hijos, ciudadanos de tu Reino”.
Guillermo Juan Morado.
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