La obediencia se debe, ante todo, a Cristo

Cuando uno cree ver las cosas con claridad, cuando piensa que los acontecimientos confirman sus propias intuiciones, corre el riesgo de ir muy deprisa y de dar por hecho que los demás, todos los otros, verán enseguida las cosas de la misma manera. No es así, no suele ser así. Puede suceder, incluso, que uno parezca arrogante o falto de paciencia. Puede ser. Estar convencido de algo no equivale a suponer la infalibilidad propia. Solo Dios es infalible y, por su misericordia, quien él dispone, en determinados supuestos, para bien de los hombres.

¿Todos podemos opinar en la Iglesia? Sin duda. La Iglesia de Cristo es el reino de la libertad: “Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Gál 5,1). Pero todos debemos procurar que nuestras opiniones sean sensatas. Debemos pasarlas por la criba de la razón y de la fe, de la reflexión y de la plegaria. Es verdad que, a veces, uno se deja llevar a la hora de escribir por el ímpetu del propio convencimiento y, hasta sin pretenderlo, puede desconcertar o herir a quien lee. Puede suceder, pero sería tanto o más grave que, por no molestar, uno dejase de decir lo que, en un determinado momento, cree que debe decir.

La Iglesia Católica es jerárquica. Lo es. Quienes tienen la responsabilidad – y la potestad – de regir al pueblo de Dios han de ejercerla. Y no es fácil hacerlo. Lo fácil, tantas veces, sería buscar el aplauso rápido. Algo así como decir, en cada momento o lugar, lo que los oyentes están dispuestos a oír y a aceptar. Yo creo que el que tiene una responsabilidad pastoral – específicamente los obispos y los sacerdotes – tienen que ser fieles a este servicio, tantas veces oneroso, de orientar a los demás cristianos tal como, en conciencia, crean que deben hacerlo.

Los que tienen esta responsabilidad serían “mundanos”, en el mal sentido de la palabra, si por quedar bien ante su “público” traicionasen la verdad. Si pusiesen en juego valores muy grandes – como el respeto a la vida – por granjearse el apoyo de aquellos que, por no tener que ejercer esa misma responsabilidad, muchas veces se sienten inclinados, aunque de buena fe, a la crítica. Creo que los pastores de la Iglesia – primero los obispos, y en parte, subordinada, los sacerdotes – también merecen un poco de empatía. Al menos por parte de quienes se declaran y se sienten católicos.

Amar y servir. Todos somos discípulos en la escuela del Maestro, que es Cristo. Todos hemos de amar y de servir. Pero amar y servir con verdad y con responsabilidad. No cabe ir de “amadores” o de “servidores” que dan lecciones de lo que es “amar y servir”: “Que, tratándote, no se pueda exclamar lo que, con bastante razón, gritaba una determinada persona: ‘Estoy de honrados hasta aquí…’ Y se tocaba en lo alto de la cabeza” (Camino 943). Podemos equivocarnos todos, sí, pero hemos de intentar acertar, aunque a veces sea obvio que no logramos hacerlo.

Yo no admito, no lo admitiré nunca, que se me trate con desprecio. Es verdad que debo intentar, también, no tratar a nadie con desprecio. Hay que ser muy santo para estipular “de qué va el rollo de seguir a Cristo”. Ni los santos lo estipulan. Los santos son los primeros que obedecen. Son humildes, sí. Y no son hipócritas, no exhiben su humildad para humillar a otros.

Mal camino es el de pedir algo con malas formas y hasta con amenazas, que no asustan a nadie. Hoy, un sacerdote, puede buscar cualquier cosa, pero un puesto de honor, a poco que sea inteligente, no lo busca. No hay en la Iglesia, si se es inteligente se ve, “puestos de honor”. Los sacerdotes del futuro buscarán ganarse la vida con el ejercicio de una profesión noble, como san Pablo, para que algunos católicos que se presentan como ejemplares no les echen en cara que viven, como los perros, de las migajas que caen de las mesas de los amos (Mt 15,27).

Todos, en la Iglesia, debemos obediencia a Cristo. Todos debemos preguntarnos qué nos pide la razón, qué nos pide la fe y cómo hemos de “amar y servir”, como Cristo (cf. Jn 3,17), de modo creíble al mundo.

Eso es lo que, honestamente, pienso. Y eso es también lo que, libremente, digo. Con el deseo de no ofender a nadie, pero sin que ese temor me amordace.

A mis amigos, gracias. A mis amigos que no me han entendido o que, habiéndolo hecho, no comparten mi opinión, también gracias.

A todos, que Dios nos bendiga.

 

Guillermo Juan Morado.

PS. ¿Dónde está, en este texto, el “clericalismo”? En ninguna parte, a mi modo de ver.

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