A los ocho días...
El Señor Resucitado se aparece a los suyos al anochecer del “día primero de la semana” y, de nuevo, “a los ocho días” (cf Jn 20,19-31). El día primero de la semana, el primer día después del sábado, pasó a llamarse “domingo”, “día del Señor”, porque en ese día tuvo lugar la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. San Agustín comenta que “el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana”.
El Señor, con su resurrección, inaugura la nueva creación y la nueva alianza y abre asimismo el día que no tendrá ocaso; es decir, la vida eterna. El domingo, primer día de la semana, recuerda el primer día de la creación, cuando Dios dijo: “Exista la luz” (Gén 1,3). Pero el domingo, como día octavo, ya que sigue al sábado, simboliza “el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino” (Juan Pablo II, Dies Domini 26).
Jesucristo vivo se hace presente en medio de los discípulos, que estaban ocultos y encerrados, dominados por el miedo. Sólo la presencia del Señor puede infundirles la paz y la alegría, eliminando el temor y la incertidumbre. Jesús, mostrando sus manos y el costado, se da a conocer mediante los signos de su amor y su victoria: las señales de la cruz, de su amor hasta el extremo. Con este gesto es como si dijese: “Soy yo, no tengáis miedo” (Jn 6,20).
El Señor dona a sus discípulos su aliento de vida, el Espíritu Santo, y les confía una misión: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Con estas palabras, Jesucristo otorga a la Iglesia el poder total sobre el pecado, que sólo el amor misericordioso de Dios puede vencer. Cristo resucitado es en sí mismo el signo viviente y “la encarnación definitiva de la misericordia”, del amor que perdona: “Efectivamente, Cristo, a quien el Padre «no perdonó» en bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por Él y, en Él, por todos los hombres” (Juan Pablo II, Dives in misericordia 8).
Como Tomás, también nosotros debemos encontrarnos con los demás cristianos el primer día de la semana para creer en Cristo resucitado. La Resurrección provoca nuestra fe y pide, abandonando toda duda, una respuesta de fe como la de Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Esta respuesta, que tiene a Dios como fundamento, no carece tampoco de razones humanas. Para los apóstoles, se apoya en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf Catecismo 644). Para nosotros, se apoya en el testimonio creíble de los apóstoles, rubricado incluso con el martirio.
San Gregorio, en un texto, se “alegra” de la duda de Tomás: “No fue casualidad que aquel discípulo elegido estuviese ausente, sino obra de la divina clemencia, para que mientras el discípulo incrédulo palpaba en el cuerpo de su Maestro las heridas, curara en nosotros las de nuestra infidelidad. Más provechosa nos ha sido para nuestra fe la incredulidad de Tomás, que la fe de todos los discípulos, porque mientras él, tocando, es restablecido en la fe, nuestro espíritu se confirma en ella, deponiendo toda duda”.
Pidamos al Señor que, celebrando la Eucaristía - o uniéndonos espiritualmente a la celebración -, la fuerza del Espíritu Santo disipe toda duda en nuestro corazón, para que creyendo que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, tengamos vida en su Nombre.
Guillermo Juan Morado.
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