Los sentidos y la fe
La revelación, la auto-comunicación de Dios a los hombres que llega a su centro y plenitud en Jesucristo, se transmite históricamente, sacramentalmente, encarnadamente. Y es el hombre entero el que, en contacto con ella, responde con la fe. San Juan vincula la Encarnación del Verbo con la visibilidad de Jesús: “pues la Vida se hizo visible” (1 Jn 1,2).
Juan da testimonio y anuncia una Persona que se ha manifestado sensiblemente, humanamente, y que, en su concreción, ha impresionado los sentidos de quienes se encontraron con Él: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida” (1 Jn 1,1).
La estructura sacramental de la fe, al implicar la totalidad del hombre, incluye también la sensibilidad humana y los sentidos como cauces cognoscitivos que posibilitan el encuentro con Jesucristo, el Verbo encarnado, la Vida que se ha hecho visible.
Una excesiva espiritualización de la revelación cristiana, así como una antropología tendente a disociar alma y cuerpo, aliada de una gnoseología – de una teoría del conocimiento - racionalista, ha podido relegar, en el ámbito del conocimiento, también en el del conocimiento y de la vivencia de la fe, los sentidos a un segundo o tercer lugar considerado de escasa importancia.
Pero no es así. La fe no ignora nada auténticamente humano y, por consiguiente, no prescinde de los sentidos. Jesucristo, el Verbo encarnado, se ha dejado ver y oír. La revelación, que tiene a Cristo como centro, se transmite en el sujeto vivo de la Iglesia y alcanza en concreto a cada creyente gracias también a los sentidos, y no sin ellos: “Los sentidos de nuestro cuerpo nos abren a la presencia de Dios en el instante del mundo” (J.T. Mendonça).
Guillermo Juan Morado.
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