El cardenal Cañizares y la intolerancia
Parece que si un obispo habla y dice lo que, en conformidad con el patrimonio doctrinal y moral de la Iglesia, puede y debe decir, se arma la marimorena. Y suelen ser los mayores defensores de la diversidad, de la tolerancia y de la inclusión los que menos soportan la discrepancia. No están dispuestos a que nadie los contradiga.
Como saben que no tienen razón – en el fondo de sí mismos quizá sepan que están equivocados – , no les queda otro recurso que el de la presión y el de la fuerza, el de la amenaza y el de la condena a la muerte (de momento, civil) de quien no esté dispuesto a comulgar con ruedas de molino. El recurso al ruido y a los gritos. El recurso a la confusión.
No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta para oponerse, a lo que uno ve, en conciencia, que atenta contra las exigencias éticas fundamentales y, por consiguiente, contra el bien integral de la persona.
No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta el punto de oponerse a leyes civiles que permitan el aborto o la eutanasia. Incluso los países menos totalitarios prevén la objeción de conciencia para los profesionales que pudiesen verse implicados, sin su deseo, en ese tipo de “prestaciones”.
No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta oponerse a leyes que no protejan ni respeten los derechos del embrión humano. Y los países menos totalitarios no obligarán, por ejemplo, a los médicos a practicar todo tipo de experimentos con embriones, aunque estos experimentos estén aprobados por las leyes civiles.
Lo mismo vale con relación al matrimonio y a la familia. Es perfectamente legítimo pensar y defender públicamente en un Estado no totalitario lo que uno considera que es verdad: por ejemplo, a la familia, basada en el matrimonio monogámico entre hombre y mujer, o la libertad de los padres en la educación de sus hijos.
También es perfectamente legítimo defender, en un Estado no totalitario, que el ser varón o mujer forma parte de la naturaleza humana, sin que quepa reducir la diferenciación sexual a una especie de opción de la libertad que haga abstracción de lo que somos por nacimiento.
Por otra parte, negar que haya lobbies que van a lo suyo, que tienen su agenda, caiga quien caiga, sería negar lo obvio.
Si tan convencidos están de la verdad que defienden, los que apuestan por lo que, otros, no vemos ni como verdadero ni como bueno, que aporten razones. Eso de amenazar con la hoguera mediática y judicial denota demasiada inseguridad. Y demasiada vocación totalitaria.
No hace falta ser obispo ni cardenal para defender lo que, en conformidad con la razón y con la revelación, se entiende como auténticamente humanista, como verdaderamente custodio de lo humano. Y, quienes lo ven de otro modo, deberían ser conscientes de que su visión - si necesita de los gritos - no se impone por sí misma, ya que tiene todo el aspecto de ser falsa.
No hace falta ser obispo ni cardenal, pero si uno es obispo o cardenal, y si es coherente, no puede hacer otra cosa. Y yo, que no soy obispo ni cardenal, reclamo el derecho que como ser humano tengo, y como ciudadano también, al menos en un Estado que no quiera ser muy totalitario, de defender con respeto, pero con libertad, lo que considero que es el bien del ser humano. Sin odio a nadie, defendiendo a todos, pero defendiendo también el derecho a pensar libremente.
Y para defender esa causa no es preciso que me afilie a ningún partido político. ¿Qué se creen que son algunos políticos? No son dioses, ni encarnaciones de la razón humana. Son, o deberían ser, solo servidores de los demás. Parece que, a algunos, les cuesta entenderlo.
Por todo ello, mi apoyo al cardenal Cañizares, a la tolerancia, a la objeción de conciencia y al derecho a defender, pacíficamente y con razones, lo que uno reconoce como verdad y como bien.
Guillermo Juan Morado.
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