La blasfemia según el Catecismo

Hay un número muy interesante del Catecismo de la Iglesia Católica, el 2148, referido a la blasfemia. Dice así:

 

“La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión.

La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un pecado grave”.

 

La condena que el Catecismo hace de la blasfemia abarca, de un modo sabio, el reproche hacia las acciones o palabras que se dirigen contra Dios, así como hacia las acciones o palabras, que abusando del nombre de Dios, se dirigen contra los demás en forma de crímenes, de tortura o de muerte.

A Dios se le injuria cuando se profana su Nombre o cuando se profana lo sagrado, lo santo, lo consagrado a Él. Pero se le injuria también cuando, pretendidamente en su Nombre, se agravia a los demás.

Una sociedad civilizada sería aquella en la que se fomentase el respeto hacia Dios y hacia las realidades sagradas. Reconocer lo sagrado como sagrado impone un límite; nos recuerda que no todo es lo mismo ni todo es igual. Nos recuerda que muchas realidades – ante todo Dios, pero también el hombre, en tanto que criatura de Dios – no son disponibles y manipulables a nuestro gusto, sino que merecen reconocimiento, veneración, consideración.

¿Merecen también respeto las creencias de quienes practican otras religiones? Sin duda, sí, porque, incluso en las otras religiones, se puede atisbar, y algo más que atisbar, la virtud de la religión, que nos dispone a dar a Dios lo que, como criaturas, le debemos. En primer lugar, la adoración.

Y también merecen respeto porque quienes profesan esas otras creencias son seres humanos, cuya conciencia y cuya libertad religiosa debemos custodiar como un bien a proteger. Solamente se puede restringir esa libertad si supone una amenaza real para el bien común.

Las leyes deben garantizar, asimismo, estos derechos – el derecho a la libertad de las conciencias y a la libertad religiosa - , pero han de hacerlo, a la hora de frenar la blasfemia, con firmeza y moderación, con sensatez. Sabemos, la realidad es testigo de ello, como, en algunos países, se invoca con excesiva frecuencia las leyes anti-blasfemia para perpetrar auténticas barbaridades; para cometer blasfemias aun peores de las que, supuestamente, se pretenden evitar.

Guillermo Juan Morado.

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