El (único) motivo de la esperanza
“Rex tremendæ maiestatis, qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis”, canta el famoso himno “Dies irae”. Jesús es el rey de la majestad infinita. Él posee, como Dios y como hombre – “su reino no tendrá fin” - , la plenitud del poder y de la gloria.
“Todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todo tiene en Él su consistencia (Col 1,17). El tener a Jesucristo como destino, como meta final, supone, como condición de posibilidad, como base, que la creación tenga en Él su fundamento.
Todo depende de Cristo. Todo se sostiene en Cristo. Nada hay creado que no esté orientado hacia Él. La obra maestra de la creación, la expresión más perfecta de la poética divina, es María. Y en Ella, del modo más claro que cabría imaginar, “todo es relativo a Cristo”, como recordó el beato Pablo VI
¿Cómo ha ejercido Jesús, en su vida terrena, su señorío? Podríamos decir que más bien en el fracaso que en el éxito. Jesús, en su vida terrena, y en esa especie de prolongación de la Encarnación que es la historia de la Iglesia, no ha triunfado brillantemente sobre el reino de las tinieblas. Aún no. Todavía no. Porque, en última instancia, la historia no es la escatología ni, aún, el mundo es el cielo.
Romano Guardini ha escrito que “el talante de la vida de Jesús es el fracaso, el sucumbir”. Sin ser conscientes de este hecho, se pierde la inmensa grandeza del Señor. Él nos dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
En una cultura de lo inmediato, de la rentabilidad a corto plazo, de la autorrealización – que es una empresa justa, pero que puede servir de máscara para el egoísmo más acendrado – estas palabras no acaban de convencernos.
E incluso nosotros, los que nos llamamos discípulos de Cristo, podemos ceder a la tentación de emular más a Prometeo, al titán que roba el fuego de los dioses, que al mismo Cristo; al humilde Nazareno que nos obliga esperar, casi, al fin de los tiempos, a su Segunda Venida, para convencernos, sin que quepa lugar a la duda, de que tenía razón.
“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). “Perder y ganar”, tituló el beato Newman una novela autobiográfica.
¿Qué haremos, si creemos que es verdad que Jesús es el Rey de la majestad infinita que, a los que salva, los salva gratuitamente? ¿Exhibiremos la lista ridícula de nuestras “obras completas”, publicadas o no? ¿Cargaremos una parte de la balanza con nuestros éxitos y logros?
¿O, más bien, la actitud correcta consiste en una especie de conjunción de paciencia y de esperanza? “Qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis”.
Luchemos por nuestra salvación. Hagamos todo lo que esté en nuestra mano. Pero, sobre todo, confiemos en Él. Es la fuente de la piedad, de la misericordia. Es, al final, el único motivo serio de la esperanza. En la historia personal y en la historia de la Iglesia sobre la tierra. Y hasta de la creación en su conjunto.
Guillermo Juan Morado.
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