En la Iglesia hacen falta la verdad y la misericordia
Verdad y misericordia son realidades que no se pueden separar. Jesucristo, el más misericordioso de los hombres y la encarnación de la misericordia divina (San Juan Pablo II dijo, en Dives in misericordia, que Él la encarna y la personifica) se definió a sí mismo como el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6).
La verdad, la conformidad de lo que se dice con lo que se piensa, y de lo que se piensa con lo real, no es una amenaza, sino un medio para alcanzar la libertad: “La verdad os hará libres”, nos dice también Jesús (Jn 8, 32).
A muchas personas no les interesa la verdad, ni la estabilidad, ni la firmeza, ni lo que no está escondido frente a lo falso y a lo aparente. A muchas personas, quizá a una civilización entera, la verdad les parece algo muy poco práctico, una cuestión de la que se puede prescindir en aras de la eficiencia. Más o menos lo formuló, en su día, Pilato: “Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18,38). ¿Para qué perder el tiempo con la cuestión de la verdad cuando hay tantas cosas que hacer?
Esta indiferencia ante la verdad, si es mala en “el mundo” – que lo es – , más lo será en la Iglesia. El Cristianismo jamás se ha presentado como una mera opinión, sino como verdad; para ser más exactos, como “la” verdad sobre Dios y sobre los hombres. Abdicar de la pretensión de verdad del Cristianismo sería, más o menos, como apostatar de la fe. Un Cristianismo que no pretenda ser verdadero dejaría de ser Cristianismo.
La tentación, de ayer y de hoy, es una religión liberal; la tentación de una religión a la carta. Una religión con mucho sentimiento, pero sin verdad. Una religión, muy presentable en sociedad, que diga, contradictoriamente, que en cuestiones de religión no se puede hablar en serio de verdad. Que lo que es verdadero para mí puede no serlo para ti, y viceversa. Todo da igual. Todo vale lo mismo. Y, en el fondo, es indiferente ser cristiano o no serlo. Bastaría con que, cristianos o no, pudiésemos militar bajo las amplias filas de lo que la opinión dominante considera una “buena persona”.
Es una categoría – la de “buena persona” – demasiado vaga. ¿Quién no se considera a sí mismo, en el fondo, una buena persona? Sucede, en este asunto, como con los accidentes de tráfico. Apenas se oye a nadie que diga: “Yo tuve la culpa”.
La misericordia, como atributo divino, no es amiga de los disfraces ni de las máscaras. La misericordia llama a las cosas por su nombre y reconoce su verdad. La misericordia de Dios es lo que es porque Dios perdona los pecados y las miserias de sus criaturas. Sin miserias y sin pecados y sin ese salto abismal que separa – sin distanciar – a Dios de sus criaturas, no hay ni puede haber, propiamente hablando, misericordia. O sea, sin verdad, sin reconocimiento de lo que somos y de lo que hemos hecho, no hay, ni puede haber, misericordia.
Nuestra misericordia con los demás no deja de ser un pálido reflejo de lo que la misericordia (divina) es en sí. Podemos compadecernos de los trabajos y de las miserias ajenas. Podemos, sí. Pero poco más.
Dios puede hacer más y lo hace. Puede recomponer nuestras miserias, si nosotros dejamos que lo haga. Dios lo puede todo, pero no puede negarse a sí mismo. No puede decir que, por su capricho, lo que es verdad deje de serlo.
Guillermo Juan Morado.
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