Cualquier otra carga te oprime
Homilía para el XIV Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)
Jesús ha venido a nosotros como un rey “justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica” (cf Za 9,910). En su humildad, Jesucristo es el Revelador y la Revelación del Padre; el Hijo que conoce al Padre y que nos lo da a conocer (cf Mt 11,25-30). El concilio Vaticano II enseña que Cristo es, a la vez, “mediador y plenitud de toda la Revelación” (Dei Verbum 3); es decir, Dios se manifiesta y se comunica a sí mismo a los hombres por medio de Jesucristo y en la misma persona de Jesucristo, el Verbo encarnado.
Si queremos saber cómo es Dios debemos escuchar lo que Dios nos dice a través de su Hijo; más aún, debemos contemplar a su Hijo, a Jesucristo. Él es la Verdad, la Verdad completa, que se ha aproximado a cada uno de nosotros para que, por la gracia, cada uno de nosotros participe del diálogo que, en la intimidad divina, sostienen, en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo. En la celebración de la Iglesia ese diálogo, que es alabanza y acción de gracias, se hace presente y actual. Junto a Cristo, toda la Iglesia, especialmente en la Santa Misa, se dirige al Padre para darle gracias “porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”.
¿Quiénes son “los sencillos”? Son aquellos que no ponen su confianza en sí mismos, o en sus saberes, sino en Dios. Los sencillos son los creyentes, aquellos que con docilidad a la gracia escuchan y se someten libremente a la revelación. Sin la humildad la fe resulta imposible. María, que “realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe” (Catecismo 148), se presenta, acogiendo el anuncio del ángel, como “la esclava del Señor”, dispuesta a que en ella se cumpla lo que la palabra del ángel manifiesta (cf Lc 1,38).
Jesús, revelando al Padre, se revela también a sí mismo dándonos a conocer el misterio de su Corazón: “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso”. En cierto modo podemos decir que el Corazón de Cristo es el centro de la Revelación divina. El Corazón de Cristo es el principal indicador y símbolo “del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pío XII). La misericordia de Dios, el amor de Dios, la realidad de Dios se acerca a nosotros en el Corazón humano del Verbo encarnado.
Jesús, revelación del amor de Dios, se define como nuestro descanso. Su yugo es llevadero y su carga ligera. Podemos sentirnos agobiados por los problemas de la vida y por las preocupaciones, pero si caminamos hacia Cristo, si tomamos su carga, si aprendemos de Él a ser mansos y humildes, nos liberaremos del peso insoportable del orgullo y de la presunción, del esfuerzo agotador por alcanzar una posición o por mantenerla, del fatigoso temor al fracaso, al poco éxito mundano, a la enfermedad y a la muerte.
San Agustín decía: “Cualquier otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas”. El Señor nos da alas para poder volar, para poder remontarnos del suelo y elevarnos al paisaje nuevo y liviano que nos abre Dios. Que el Señor, con su gracia, haga nuestros corazones semejantes al suyo. Amén.
Guillermo Juan Morado.
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