La defensa no es (siempre) ataque
Defender no ncesariamente es atacar. Cuando alguien defiende algo que considera importante y valioso trata de conservarlo, de ampararlo, sosteniendo, frente a quienes impugnan o cuestionan ese bien o valor, las razones por las cuales nos sigue pareciendo, ese algo, bueno y valioso.
Esta diferencia entre defender y atacar no siempre es nítida, ni mucho menos se percibe, por parte del que mantiene opiniones contrarias, con claridad.
Pongamos algunos ejemplos. Si uno dice que la economía ha de estar al servicio del hombre y que, en consecuencia, los factores económicos no son los únicos que han de determinar enteramente las relaciones sociales, o que el lucro no puede ser la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica, puede parecer, a primera vista, que se está atacando una determinada concepción social, política y económica. Pero el criterio que guía esos juicios no es el ataque, es la defensa de algo bueno y valioso: el bien común, la justicia, la dignidad de la persona.
¿Cómo construir, cómo llegar a este bien común? Aquí, a la hora de decidir esto, creo, entra la libertad y la responsabilidad de los hombres, de cada hombre. Pero, sean cuales sean las preferencias de cada uno, es evidente que se ha de mantener una especie de imperativo ético, de exigencia moral, que nos recuerde qué bienes y valores no podemos perder de vista. Y esa exigencia moral ha de tener un valor normativo, que sirva a la vez de criterio diferenciador para decir, llegado el caso: “Esto no puede ser”, “esto es inaceptable”.
Otro ejemplo: La defensa de la vida humana. Cuando se defiende el valor de la vida humana de un inocente, no se protege solamente un “bien jurídico”; se defiende un bien absoluto. O, dicho de otro modo, se defiende que jamás es lícito privar de la vida a un inocente; ya nacido o aún no, joven o anciano, sano o enfermo. Cuando se defiende este principio no se ataca a nadie; a lo sumo se sostiene un argumento frente a quienes impugnan, relativizan o niegan el valor de la vida.
Lo mismo sucede, a mi modo de ver, cuando se defiende la singularidad y la originalidad del matrimonio, entendido como una unión humana, total, exclusiva, fiel y abierta a la fecundidad, que solo reviste esas características si se da entre el hombre y la mujer. No se ataca a nadie. Se defiende un bien que se estima, por buenas razones, que se ha de preservar.
Debemos, pienso yo, defender lo que sabemos razonable y bueno sin atacar a las personas que ven las cosas de otro modo. Y el objetivo que debemos perseguir, sigo pensando, consiste en mostrar esa racionabilidad y esa bondad; esa verdad, en suma, de lo que defendemos.
A mí me parece que una guía a seguir es pensar que la verdad es una y que si algo me convence a mí, si tengo serias razones que apoyen ese convencimiento, eso mismo puede convencer a otras personas. Yo puedo comprender, dentro de unos límites, que otros piensen de modo diverso. Pero debo exigir, también, que yo pueda pensar y expresarme en conformidad con lo que creo.
Y ya, cuando se trata de ordenar la sociedad, de llegar a formular leyes que posibiliten la convivencia y el bien común, reivindico mi derecho a que no tenga que apoyar, a la fuerza, coactivamente, lo que, por motivos fundados me parece malo o destructivo. Lo tolerable, tendré que tolerarlo. Lo intolerable, no. Al menos, no podré colaborar con ello y tendré que oponer toda la resistencia que moralmente sea legítima. Nadie me puede obligar, por ejemplo, a apoyar la esclavitud. Ni otras cosas. Y no es solo cuestión de mayorías o minorías.
Guillermo Juan Morado.
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