Los santos y el conocimiento de Cristo
1. LOS COLORES DEL ESPECTRO EN RELACIÓN CON LA LUZ
El vocablo Cristología, que designa el tratado de lo referente a Cristo, no puede estar lejano, en el mapa de las palabras, del término espiritualidad, que alude a la vida del espíritu. Las palabras orientan en una dirección precisa: Cristo es el Ungido por el Espíritu Santo.
San Ireneo decía que en la humanidad de Jesús el Espíritu tenía que habituarse a estar entre los hombres . Y San Gregorio Magno comenta que por el Espíritu Santo “se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna”.
En la época patrística se comprendió la soteriología, la doctrina sobre la redención realizada por Cristo, como divinización del hombre. Uniendo la theologia y la oikonomia, los Padres de la Iglesia veían a Dios mismo como el sujeto soberano de la redención. Actúa por medio de Jesucristo, la Palabra encarnada. En Él, en Jesucristo, confluyen los movimientos que parten de Dios hacia el hombre – la autocomunicación, el Espíritu Santo, la gracia y el amor – y del hombre hacia Dios – la obediencia, el sacrificio y la representación vicaria - .
La meta de la Encarnación es hacer al hombre semejante a Dios, partícipe de la vida divina. En Cristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán, “se contiene la vida nueva para todos los que entran en la forma Christi mediante la obediencia de la fe, el seguimiento del Crucificado y la esperanza en la participación de la forma de Cristo resucitado” (G.L. MÜLLER).
San Atanasio sintetizaba la theosis, la deificatio, de la siguiente manera: “Se hizo hombre para divinizarnos. Se reveló en el cuerpo para que llegáramos al conocimiento del Padre invisible; cayó bajo la petulancia de los hombres para que heredáramos la inmortalidad”.
La divinización consiste, en definitiva, en participar, por la gracia – adoptivamente -, en la relación filial del Hijo de Dios hecho hombre. La gracia es comunión con la vida divina; con el Padre a través del Hijo y en el Espíritu Santo.
La única e indivisible Trinidad –enseña el Concilio Vaticano II – “en Cristo y por Cristo es la fuente y el origen de toda santidad” (LG 47). En Él, en el Verbo encarnado, está el modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí…” (Mt 11,29) . Pero es el Espíritu Santo quien nos hace conformes a Cristo . Como decía San Juan Pablo II:
“Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros".
Aprender de los santos, acercarnos a ellos, es como visitar una espléndida colección de retratos de Jesucristo. En cada uno de esos retratos podemos ver reflejados, en un tiempo y en un lugar concretos, los rasgos del Señor. Las obras de arte y los santos constituyen la mayor apología de nuestra fe, ya que Cristo, el Logos que es amor, se expresa en la belleza y en el bien.
En palabras de Jean Guitton, los santos son “como los colores del espectro en relación con la luz”, pues cada uno de ellos refleja, con tonalidades y acentos propios, la luz de la santidad de Cristo, de Dios. Y es el Espíritu el que plasma en los santos esta luz:
“Cada santo participa de la riqueza de Cristo tomada del Padre y comunicada en el tiempo oportuno. Es siempre la misma santidad de Jesús, es siempre Él, el Santo, a quien el Espíritu plasma en las almas santas, formando amigos de Jesús y testigos de su santidad” (Benedicto XVI).
2. JESUCRISTO, LA GRAN LUZ DE LA QUE PROVIENE TODA VIDA
El Salmo 19 compara a la Ley, la Torah, con el sol, que sale “como el esposo de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino” (Sal 19,6). Los cristianos vemos en Cristo al Sol, que al levantarse del sepulcro, manifiesta visiblemente la gloria de Dios en todo el mundo. Como explica Benedicto XVI:
“Cristo es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz".
Jesucristo, muerto y resucitado, es el centro de la revelación y de la fe. Él es, a la vez, el Revelador y la Revelación del Padre: “Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino” (DV 4).
Es la globalidad del misterio de la Encarnación lo que manifiesta al Padre y lo que confirma esta manifestación. En Jesucristo, el mensaje se personifica. Como enseña Benedicto XVI, al tratar sobre la cristología de la Palabra:
“La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»".
La respuesta a la revelación es la fe (cf DV 5). Solo creyendo a Cristo el hombre entra en contacto con la Verdad en la que consiste su salvación. Con Cristo, “la fe adquiere la forma del encuentro con una Persona a la que se confía la propia vida”. Por su carácter totalizante, la fe determina radicalmente la orientación del propio ser y se convierte en un principio de acción que se plasma en la sequela Christi .
La fe sin obras, la fe separada de la vida, disociada del testimonio, es vana. Es una fe muerta, como decía el apóstol Santiago (2,14-16). Sin la aspiración a la salvación, a la unión con Dios; en definitiva, a la santidad, la fe no puede existir.
Como decía San Juan Pablo II:
“si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)".
La santidad proporciona la medida alta, justa, de la existencia cristiana, que se expresa en la fe, en la esperanza y en la caridad. Los creyentes “se fortalecen creyendo” , recibiendo y comunicando el amor de Cristo, reflejando en el rostro el brillo de su luz.
3. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA CRISTOLOGÍA Y LAS LUCES CERCANAS
El centro de la fe cristiana es Jesucristo. Y Él se definió a sí mismo como Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6). En Él se da una perfecta coherencia, una perfecta unidad, entre revelación, conocimiento y acción. El acceso a Jesús ha de ser proporcionado a la realidad de Jesús.
Reconocerlo como Camino, como Revelador y Revelación del Padre, es, indisociablemente, reconocerlo como Verdad, desde la práctica comprometida del seguimiento: “para conocer a Cristo es necesario seguirlo. Solo entonces nos enteramos de dónde vive” (J. Ratzinger).
Los santos nos acercan a Jesucristo: “para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía”, escribe Benedicto XVI en Spe salvi (49).
La teología es el saber de la fe; un saber que no puede refugiarse en lo puramente nocional, en un discurso separado de la vida, sino que ha de basarse en la realidad de la existencia cristiana. Una Cristología atenta a las “luces cercanas” que son los santos apostará por un saber sintético que unifique la fe, la razón y la vida - la praxis cristiana-.
Las vidas de los santos constituyen un lugar teológico del máximo valor. En ellas resplandece la libertad del Espíritu que realiza “la posibilidad del hombre nuevo traída por Jesucristo” . Son signos proféticos que manifiestan “la exégesis práctica de la voluntad de Cristo para cada época” (W. Kasper).
Ellos se han dejado “formar” por Cristo y “re-formar”, a semejanza suya, por el Espíritu. En ellos se manifiesta la verdad del hombre: “Si la encarnación del Verbo desvela la verdad del hombre, entonces nuestra santificación en el Hijo es el cumplimiento de nuestra verdad” (A. Amato).
Jesucristo es el contenido de la fe y de la Cristología. Como señala O. González de Cardedal, “a la complejidad del objeto debe corresponder en el sujeto que se encuentra con él y quiere conocerle una respuesta equivalentemente compleja” . La Cristología es posible “como ciencia rigurosa a la vez que como saber de salvación” si se da una connaturalidad de inteligencia y corazón entre Cristo y el creyente .
El beato Newman ha empleado, tratando sobre la fe, la metáfora de la luz. Los santos son los “silenciosos astros” que han pasado de alumbrarse con una antorcha de una caverna a contemplar la luz del día. En un discurso sobre “La santidad, criterio de conducta cristiana”, escribe:
“¡Pero qué cambio se produce, hermanos míos, cuando la mano del buen Dios les lleva [a quienes hasta entonces han sido alumbrados por una antorcha en la caverna] con maravillosa providencia hasta la salida de la gruta y luego los expone a la luz del día! ¡Qué transformación experimentan cuando comienzan a ver, con los ojos del alma y la intuición que trae consigo la gracia, la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y la brillante Estrella de la mañana que es su Madre bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno reposo!” (Discursos sobre la fe).
Guillermo Juan Morado.
Nota: Este texto se publicará, un poco más extensamente, y con el debido aparato crítico, en un próximo número de la revista Liturgia y Espiritualidad.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.