Energúmenas
Han sido noticia, porque otra cosa no sabrán hacer pero sí saben llamar la atención de los medios, incluso irrumpiendo – aparentemente de modo delictivo – en el Parlamento. Creo que eran tres indivuas; tres energúmenas. Un energúmeno – energúmena, en este caso – es una persona poseída por del demonio y/o furiosa y alborotada. Y poseídas y alborotadas parecían estarlo las tres sujetas. Mucho.
Casi me siento tentado de darles las gracias. Con sus gritos, con sus protestas, desvelan de un modo muy claro la lógica perversa que está detrás de la aceptación y de la promoción del aborto provocado; es decir, de la interrupción del desarrollo del feto durante el embarazo. Una interrupción que sigue siendo, pese a un lenguaje anestesiado, lo que es: la eliminación física del feto. Provocar un aborto es, ni más ni menos, matar a un feto humano. O lo que es lo mismo, eliminar a un ser humano durante su etapa embrionaria.
Los que hemos nacido hemos sobrevivido a esa posibilidad letal, pero los que hemos nacido hemos sido también embriones humanos. No hemos sido un óvulo ni un espermatozoide, aunque hiciese falta un espermatozoide que fecundase un óvulo para que la aventura de nuestra propia vida personal tuviese su inicio.
Según los alaridos de las energúmenas el aborto ya no es solo un delito que en determinados supuestos es despenalizado por las legislaciones; ni siquiera solo un “derecho” unilateral de la mujer que lo pide, ni tampoco algo así como una exigencia “ética” en algunos casos. Es mucho más que eso: El aborto, chillan las energúmenas, es “sagrado”; es decir, objeto de culto, de veneración y de un respeto sobrenatural o, casi mejor, preternatural.
Los abortorios son, en consecuencia, lugares apartados, reservados, en los que, en aras de una libertad idolátrica e insolidaria, se inmolan sin cesar fetos humanos cuya trayectoria vital se ve interrumpida por la decisión de quien “puede”, de quien tiene poder. El poder de los gritos y el poder de los votos. El poder que se convierte en totalitarismo. El poder que no reconoce límites. Que no se para ante nadie y, mucho menos, ante un pobre feto humano.
Decía que casi estoy preternaturalmente tentado de darles las gracias a las energúmenas. No disfrazan su discurso. No lo elaboran. No lo revisten de “honorabilidad” jurídica y leguleya. Más que estas individuas me asustan los que, con nuestros votos, ocupan los escaños de la Cámara. Ellos no gritan porque no necesitan hacerlo. Ellos elaboran leyes que, en ocasiones, tampoco respetan los límites y no se detienen, si eso les resulta rentable electoralmente, ante la posibilidad de dar cobertura jurídica a quienes matan a seres humanos inocentes – de momento solo en su etapa embrionaria, pero todo se andará - .
Las energúmenas, dicen ellas, son militantes feministas. Habrá, como en todo, feministas y feministas. Pero estas se autodefinen así. Su “unum argumentum” es el de siempre: “nosotras decidimos”. No pueden decir “nosotras parimos”, porque, si abortan, no quieren parir. El “unum argumentum” tiene fuerza: el feto humano no puede sobrevivir, al menos hasta alcanzar unos cuantos meses de desarrollo, fuera del cuerpo de la mujer. Es verdad.
Pero, salvo el caso de un embarazo provocado por una violación, la mujer también puede decidir si desea quedarse embarazada o no. Y hasta cuando se trata de un embarazo que sigue a una violación queda una pregunta, una objeción, que ni las energúmenas ni los serios diputados de los parlamentos toman muy en cuenta: ¿A quién se mata cuando se mata a un feto humano? ¿Es que ese ser, el concebido y aún no nacido, no vale nada? Y, si no vale nada antes de nacer, ¿cuánto y hasta qué punto valdrá después de nacer?
Es todo más complicado de lo que se nos presenta. Es más fácil gritar que razonar. Más fácil resulta también legislar tapando los ojos ante lo que la realidad muestra: la condición humana de los fetos humanos concebidos y aún no nacidos.
Guillermo Juan Morado.
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