Quien cree, ve
En cierto modo, el Iluminismo, la Ilustración o el Siglo de las Luces – que de todas esas maneras se puede denominar – ha buscado contraponer la luz de la razón a la luz de la fe. El hombre moderno dejaría atrás las tinieblas de la ignorancia para abrirse a la claridad de la razón, a la audacia del saber.
En la tradición cristiana se ha hablado siempre de un triple “lumen”: el “lumen rationis”, el “lumen fidei” y el “lumen gloriae”. Las tres luces ayudarían al hombre a conocer la profundidad de lo real y a adentrarse, por ello, en el misterio de Dios. Mientras caminamos por la tierra, la razón y la fe iluminan nuestros pasos. Y, ambas, razón y fe, serán superadas, perfeccionadas, al llegar a la meta por la “luz de la gloria”, por el ver a Dios cara a cara en el cielo.
La metáfora de la luz está muy presente en la Escritura y en la teología cristiana. San Agustín decía: “Habet namque fides oculos suos”, “y, en efecto, la fe tiene ojos”. Por su parte, Santo Tomás de Aquino se refería, en la “Summa Theologiae” a la “oculata fides” – a “la fe que ve” – de los apóstoles.
La fe es “escuchar”, pero es también “ver” y hasta “tocar”. La fe tiene una estructura sacramental – que se remonta de lo visible a lo invisible - porque se basa en la Encarnación del Verbo, en la presencia concreta del Hijo de Dios en medio de nosotros.
A comienzos del siglo XX un teólogo jesuita, Pierre Rousselot (1878-1915), escribió un renovador ensayo titulado, precisamente, “Los ojos de la fe”. La fe, decía Rousselot, es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin ella. La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto, que no es otro más que Dios.
Otro jesuita, el papa Francisco, un siglo después nos regala una encíclica con el sugestivo título de “Lumen fidei” (“La luz de la fe”). Tal como el mismo texto confiesa, el Papa se ha valido de un trabajo ya elaborado en buena parte por su inmediato predecesor, Benedicto XVI.
En cuatro capítulos se trata sobre la fe – vinculada al amor -, sobre la relación entre fe e inteligencia, sobre la transmisión de la fe y, finalmente, sobre la relevancia de la fe para construir la ciudad de los hombres.
La lectura de este documento pontificio puede resultar de gran interés para todos; católicos o no. Todos necesitamos una luz grande, una verdad grande, que sea capaz de abrir el camino: “Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija”.
El texto, admirablemente escrito, da voz a los grandes autores de la Iglesia, pero también entra en diálogo con importantes pensadores de nuestra época, como Buber, Rousseau, Nietzsche y Wittgenstein. Francisco nos invita, pues, a abrir los ojos y a no despreciar la luz que puede iluminar nuestra existencia.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Faro de Vigo
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