A la autoridad hay que revestirla
Esta frase se la oía decir con frecuencia a un sacerdote amigo: “A la autoridad hay que revestirla”. Se refería él a las autoridades en la Iglesia. Revestirse no es disfrazarse, o no tiene por qué serlo. Ni debe serlo. Hay fotografías de personajes, más que revestidos, vestidos de máscaras. Y no es eso.
Los sacerdotes nos “revestimos” con los ornamentos sagrados para celebrar la Santa Misa o para oficiar otras acciones litúrgicas. El motivo es muy claro. Existe lo sacro y lo profano. Lo sacro es lo puesto aparte, lo destacado, lo santo: “No todo es igual en el mundo. Se da una diferencia cualitativa entre lo sacro y lo profano”, escribe el cardenal Kasper.
Es cierto. No todo es igual. Revestirse con los ornamentos sagrados ayuda a tomar conciencia de lo que uno es y de lo que uno hace. Un sacerdote no puede celebrar la Santa Misa por ser quien es, a título personal, sino por haber sido ordenado para, en nombre de Cristo, hacer lo que por sí mismo no podría hacer nunca. Los ornamentos nos ayudan a recordar que somos ministros, servidores de Cristo y de su Iglesia.
Nos ayudan a nosotros y ayudan a educar a los demás fieles. En la celebración litúrgica el “protagonismo”, si se me permite usar un término tan inadecuado, no es nuestro. Es de Cristo Resucitado, Señor del cosmos y de la historia.
Cada vez que celebramos la liturgia una ventana de la tierra se abre al cielo. No se trata de una acción cotidiana, se trata de algo nuevo; de la irrupción de la gloria de Dios, de la majestad de Dios, de la soberanía de Dios.
Dios desciende de nuevo a nuestras vidas. Y debemos poder captar este acontecimiento también simbólicamente, ayudándonos de lo visible para remitirnos a lo invisible.
Las iglesias - los templos - , las vestiduras, las imágenes, el silencio y la palabra, la música… Todo ello nos ayuda, o no, nos pone en sintonía o nos confunde, según sean más o menos adecuados.
La persona que tiene autoridad en la Iglesia realmente está “revestida” de autoridad. Nadie tiene autoridad en la Iglesia por sí mismo. Nada hay más igualitario que la Iglesia. La única autoridad, en la Iglesia, viene de Cristo. Y quien desempeña ese oficio de regir es, ha de ser, más servidor que ningún otro.
Las insignias de un obispo – la mitra, el báculo, el anillo pastoral – jamás pueden ser vistas como emblemas de poder. Es todo lo contrario. Les recuerdan al obispo de dónde viene su “poder” y nos recuerdan a nosotros la razón para reconocer ese poder.
La humildad, creo yo, no está en la iconoclasia. Está en dejarse sobrecoger por una misión que nos supera. No podemos reducir la grandeza de esa función a los límites de nuestra pobreza. Más bien, hemos de pedir a Dios que supla nuestra pobreza para que podamos estar a la altura de la misión que Él nos pide.
La autoridad, sabiamente consciente de que ha de ser “revestida”, será una autoridad humilde. Y esto vale, pienso, para la Iglesia y también para el mundo.
Guillermo Juan Morado.
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