Misericordia y justicia
Homilía para el V domingo de Cuaresma (ciclo C)
Jesús reúne en sí la verdad, la mansedumbre y la justicia: “Trajo por lo tanto – escribe San Agustín- la verdad como Doctor, la mansedumbre como Libertador y la justicia como Conocedor”. En el templo enseñaba, como Maestro, a todos los que acudían a Él (Jn 8,2). Enseñaba como quien tiene autoridad (cf Mt 7,29), perfeccionando la Ley y aportando su interpretación definitiva.
Incluso aquellos que se dirigen a Él para comprometerlo, los letrados y los fariseos, le llaman “Maestro” y le plantean cómo interpretar la Ley: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” (Jn 8,4-5).
La respuesta de Jesús no niega la justicia. Como comenta San Agustín: “No dijo no sea apedreada, para que no pareciese que hablaba contra la Ley. Tampoco dijo sea apedreada, porque había venido, no a perder lo que había encontrado, sino a buscar lo que se había perdido. ¿Pues qué responderá? ‘El que entre vosotros esté sin pecado, tire contra ella la piedra el primero’. Esta es la voz de la justicia. Sea castigada la pecadora, pero no por los pecadores. Cúmplase la Ley, pero no por medio de los mismos que la quebrantan”.
Solamente Él, que era el único que estaba sin pecado, podría tirarle la primera piedra. Los demás, no: “Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último” (Jn 8,9). Y llega ese momento de gran intensidad donde se queda Jesús solo y la mujer, de pie, en medio. Quedan únicamente, como dice San Agustín, “la miseria y la misericordia”. Y añade el Obispo de Hipona: “Yo creo que aquella mujer se quedó aterrada, porque esperaba ser castigada por Aquél en quien no se podía encontrar culpa alguna”.
Sin embargo, Jesús, que no puede negar la justicia, tiene, para la mujer, palabras de mansedumbre y de misericordia: “’Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?’ Ella contestó: ‘Ninguno, Señor’. Jesús dijo: ‘Tampoco yo te condeno’”. Mientras que los pecadores dictaban sentencia de muerte, el Justo no condena. Se complace en perdonar, en absolver.
El Señor condena el pecado, pero absuelve al pecador. Jesús no disculpa la gravedad del adulterio, no dice que carezca de importancia, que sea lo mismo pecar que no pecar. Como observa San Agustín, no le dice: “vete, y vive como quieras; está segura que yo te libraré; yo te libraré del castigo y del infierno, aun cuando peques mucho". No. Le dice: “Anda, y en adelante no peques más”.
También nosotros estamos llamados a vivir en la verdad, en la mansedumbre y en la justicia. En la verdad acerca de nosotros mismos, confrontando la realidad más profunda de nuestra alma con la palabra de Dios, sin reducir en una coma las exigencias de esta palabra. Y ese ejercicio de mirarnos a nosotros mismos descubrirá nuestra miseria, nuestro propio pecado. Frente a la misericordia de Dios, somos miseria. No somos, por nosotros mismos, mejores que nadie y podemos ser peores que cualquiera.
De esta constatación serena debe brotar una mirada de mansedumbre a la hora de enjuiciar los pecados ajenos. Tampoco nosotros estamos en condición de “tirar la primera piedra”. Sólo a Dios le corresponde el último juicio sobre cada hombre, sobre la humanidad entera y sobre la historia.
La justicia humana es necesaria para hacer posible la convivencia, pero constituye, en el mejor de los casos, un pálido reflejo de la justicia de Dios. Nuestra esperanza se deposita en “la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe” (Flp 3,9). Una justicia que va acompañada de misericordia.
Fray Luis de Granada nos invita a estar atentos, a la vez, a la divina justicia y a la divina misericordia: “Conviene avisar que nunca de tal manera nos transportemos en mirar la divina misericordia, que no nos acordemos de la justicia; ni de tal manera miremos la justicia, que no nos acordemos de la misericordia; porque ni la esperanza carezca de temor, ni el temor de la esperanza”.
Guillermo Juan Morado.
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El itinerario del año litúrgico es una magnífica escuela de vida cristiana. Por eso, el seguimiento y la reflexión, domingo tras domingo, de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía será la mejor guía para caminar por el camino de la fe. Partiendo de la Pascua, este libro nos introduce en el sentido profundo de la presencia del Señor en nuestras vidas, y a partir de ahí nos invita a descubrir su enseñanza y lo que el mensaje evangélico implica para nosotros, si queremos ser fieles a la fe que profesamos. Guillermo Juan Morado (Mondariz, Pontevedra, 1966), sacerdote diocesano de Tui-Vigo y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, es director del Instituto Teológico de Vigo, párroco de la parroquia de San Pablo y canónigo del Cabildo de Tui-Vigo. Autor de distintos trabajos de teología y de espiritualidad, Guillermo Juan Morado completa con este libro la reflexión que inició, en esta misma colección, con el volumen titulado La cercanía de Dios.
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El libro que el Papa ha leído últimamente, según ha dicho él mismo en el Ángelus:
Editorial Sal Terrae, Colección: Presencia Teológica
W. Kasper, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana.
Número: 193
ISBN: 978-84-293-2033-6
Páginas: 248
Formato: 14,5x21,5
Precio: 16.50EUR
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