¿Seguir siendo católico?: perplejidades y certezas
Si durante estos días uno se asoma a “los medios” nacerá en su corazón – o se reforzará, en el caso de que ya haya nacido antes – una pregunta esencial: ¿Por qué permanezco en la Iglesia?
Si nos fiásemos de todo lo que se dice, de todo lo que se publica, dejaríamos de ser católicos. Nadie, salvo que se tratase de un ser pervertido, desearía ser cómplice del mal. Casi con solo pronunciar la palabra “Iglesia” surge, de golpe, una constelación tétrica de términos: Corrupción, intrigas, intereses ocultos, falsedad, hipocresía, intolerancia, abusos….
Es la hora de la fe y de la razón. De escrutar, racionalmente, a la luz de la fe, por qué, a pesar de los pesares, seguimos siendo católicos. Una pregunta que, en su día, se planteaba el cardenal Ratzinger. Comentaba él: “El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la Iglesia, así como es verdad que esta tiene continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la Iglesia Él, superando las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la Iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo”.
A mí me parece que esto es literalmente así. Sin la Iglesia, no sabríamos nada de Cristo. La Iglesia es, por voluntad del Señor, “el canal a través del cual pasa y se difunde la ola de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor” (Juan Pablo II).
En momentos de zozobra hay que rezar y hacer memoria. Antes de su Pasión, Cristo dejó ver a Pedro, a Santiago y a Juan el resplandor de su gloria, para que no sucumbiesen ante el escándalo de su muerte en la Cruz. Es el misterio de la Transfiguración, que la Iglesia pone ante nosotros en el II Domingo de la Cuaresma. La memoria de lo que Dios ha hecho en nuestro favor puede despertar la plegaria, una oración que se alimenta, también, de lo que Dios ha hecho ya en favor de nosotros.
Algunas personas se sienten como sacudidas por la renuncia del papa. ¿Cuáles son los motivos de esa renuncia? Yo creo que, únicamente, son los que el papa Benedicto ha revelado como tales: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.
Añadir a “la” causa “otras” causas equivale a estar ciegos. Los que hoy se presentan como los graves problemas desencadenantes de esta decisión no son ni tan nuevos ni tan graves. Benedicto XVI no era, cuando se hizo cargo del ministerio de Sucesor de Pedro, un recién llegado a la Curia romana. Sabía de sobra cómo era la Curia; conocía perfectamente, eso creo, sus virtudes y sus defectos.
Llegado a este punto, me atrevo a romper una lanza a favor de la Curia. La Curia romana, los organismos que ayudan al papa a la hora de desempeñar su misión, están formados por personas que, como todas las personas humanas, tendrán virtudes y defectos. Pero, ni por una apuesta, cedería yo a la idea, completamente irreal, de que esa corporación sea una especie de nido de víboras.
Lo mismo cabe pensar, sensatamente, del I.O.R., el llamado “Banco Vaticano”. A día de hoy, con lo que sabemos todos ya, por desgracia, sobre bancos, torcer el gesto por no sé qué fallos del “Banco Vaticano” es de ilusos. Por mí, como si eliminan ese banco. Pero, por poderoso que fuera, que no creo que lo sea, no tiene la capacidad de hacer que un papa renuncie.
Más grave es, a mi juicio, una especie de ola que parece difundirse, una onda de gran amplitud que se mueve en la superficie de las aguas. Una ola de puritanismo implacable, que convierte cualquier defecto privado en impedimento público. Si este movimiento no se frena habría que reformar el santoral, del que caerían, a golpe de denuncias tardías, Mateo y María Magdalena, Agustín e Ignacio y, puestos, hasta Pedro, condecorado con la triste medalla de negar al Señor.
¡Ya está bien! Nadie aprueba una Iglesia, una congregación de fieles cristianos, formada por golfos, por sinvergüenzas, por personas de dos caras. Pero nadie, al menos yo no, apostaría por una secta de puros, de impecables, de personas sin la más mínima mancha de “pensamiento, palabra, obra u omisión”. Una Iglesia así sería, en el mejor de los casos, una Iglesia de ángeles – dejando ahora de lado a los demonios - . Nunca, jamás, una Iglesia que pudiese, también, acoger a los hombres.
Hoy da miedo hablar de la Iglesia. Todo se mezcla. Todo se enloda. Nada se distingue. Todo vale. Creo que no basta quedarse en las “noticias” –a veces tan de “copia y pega”-. Hay que ir un poco más allá. Hay que reflexionar. Hay que pensar si, cualquier cosa, es motivo para arruinar, para siempre, la fama de las personas.
En medio de la perplejidad, reivindico el humilde orgullo de ser católico. De ser un pobre pecador, asombrado por el amor de Dios que se compadece de nosotros. Maravillado por el amor de Dios que nos permite, pese a nuestros fallos – ocultos o manifiestos – , caminar hacia Él y, de paso, renovar el mundo.
En la Iglesia, gracias a Dios, hay santos. Pero yo no permanecería en la Iglesia si solo fuese cosa de santos. La misericordia de Cristo me llena de esperanza, a pesar de las perplejidades.
Guillermo Juan Morado.
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El itinerario del año litúrgico es una magnífica escuela de vida cristiana. Por eso, el seguimiento y la reflexión, domingo tras domingo, de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía será la mejor guía para caminar por el camino de la fe. Partiendo de la Pascua, este libro nos introduce en el sentido profundo de la presencia del Señor en nuestras vidas, y a partir de ahí nos invita a descubrir su enseñanza y lo que el mensaje evangélico implica para nosotros, si queremos ser fieles a la fe que profesamos. Guillermo Juan Morado (Mondariz, Pontevedra, 1966), sacerdote diocesano de Tui-Vigo y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, es director del Instituto Teológico de Vigo, párroco de la parroquia de San Pablo y canónigo del Cabildo de Tui-Vigo. Autor de distintos trabajos de teología y de espiritualidad, Guillermo Juan Morado completa con este libro la reflexión que inició, en esta misma colección, con el volumen titulado La cercanía de Dios.
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