Un papa que sorprende
A eso de las doce del mediodía, escuchando un programa de radio, me enteré de la noticia que, en un primer momento, me pareció dudosa; fruto quizá de una mala y precipitada interpretación. El mismo locutor matizaba que la información provenía de una agencia que se remitía a un discurso del papa pronunciado en latín ante el consistorio de cardenales de una Congregación romana y que habría que confirmarla.
Llamé a dos sacerdotes y ambos compartieron la misma sensación de extrañeza: “¿Cómo? ¡Hay que esperar a saberlo por fuentes de la misma Iglesia!”, decían. No hizo falta esperar mucho. Si por algo sorprende el papa Benedicto XVI es por la claridad con la que, hasta en latín, dice las cosas. Es casi imposible no entenderle.
Sus palabras no dejaban espacio a la duda: “Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.
Es casi imposible decir tanto en tan pocas líneas. Subrayo algunas expresiones: “he llegado a la certeza”, “vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad”, “siendo muy consciente”, “con plena libertad”, “declaro”…
No se trata de una decisión improvisada. La certeza, decía el beato John Henry Newman, es un estado de la mente que lleva consigo una sensación de reposo, de seguridad, al haber alcanzado la convicción refleja de que una verdad es verdad. ¿Cuál es esa convicción, en este caso? La de reconocer la propia incapacidad “para ejercer bien” el ministerio que le ha sido confiado.
Esta seguridad tiene que ver con la propia conciencia, que el papa dice que ha examinado “reiteradamente” ante Dios. Se trata pues de una convicción absolutamente personal a la que sigue una decisión también plenamente personal, aunque “de gran importancia para la vida de la Iglesia”. La conciencia y la verdad, la libertad y la responsabilidad, la vocación y la respuesta de quien quiere ejercer “bien”, “adecuadamente”, el oficio encomendado están en juego.
No puedo pasar por alto la referencia a los “últimos meses”. Un papa que convoca un Año de la Fe, que le compromete en primera persona, no cambia de parecer si no hay un serio motivo. Sin duda, ha notado, últimamente, una sustancial mengua de sus fuerzas que le ha llevado a tomar esta decisión.
A mí me sorprende también la humildad de esta personal actitud. La actitud de quien llega a la certeza sobre algo y obra en consecuencia. Y esta humildad la he visto en Juan Pablo II, que se abrazó confiado a la Cruz hasta el final, y la veo en Benedicto XVI que, sin negar el valor del sufrimiento y de la oración del papa, llega a la personalísima decisión de renunciar.
En realidad, Benedicto XVI ha sorprendido desde el principio. Recuerdo muy bien – yo estaba en Roma durante el curso 2004-2005, convalidando en una Universidad pontificia mi licenciatura civil en Filosofía – cuando murió Juan Pablo II y fue elegido papa Benedicto XVI. Desde su primera aparición pública sorprendía y conmovía su humildad y su aparente desvalimiento: “Cari fratelli e sorelle, dopo il grande Papa Giovanni Paolo II, i Signori Cardinali hanno eletto me, un semplice e umile lavoratore nella vigna del Signore”.
“Un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”. Un trabajador fecundo, de una ímproba obra teológica y de un luminoso magisterio pastoral. Un papa cuyo ministerio petrino ha durado casi ocho años, pero que permanecerá en la memoria de la Iglesia por la profundidad de sus enseñanzas, por la belleza de sus textos y, también, por la sorprendente decisión de su renuncia.
Yo no tengo para el papa Benedicto más que agradecimiento. Un enorme agradecimiento. Y, a la vez - ¿por qué no decirlo? – , siento pena. No tanto por su renuncia, sino por la causa de la misma. No nos gusta que se vuelvan débiles y que se acerquen a la muerte las personas a las que queremos y a las que admiramos.
Pero Dios proveerá. El Espíritu Santo tiene toda la energía divina. Él hace brotar lo nuevo y podrá, si los cardenales son dúctiles a su asistencia, ayudar a que elijan a un nuevo, digno y adecuado papa. Recemos por ello, en un espíritu de plena confianza y abandono en la voluntad de Dios.
Guillermo Juan Morado.
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