El sacramento de la misericordia de Dios
1. Dios actúa a través de los sacramentos
Entre Dios y cada uno de nosotros existe una enorme desproporción. Decía San Anselmo que Dios es “Aquel ser mayor del cual nada puede ser pensado”. Nosotros somos finitos, limitados, y Dios es infinito, sin fin ni término. Pero esta distancia, esta desproporción, sin quedar anulada – ya que ello sería imposible – ha sido salvada. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el “puente” que salva esta distancia. Sin dejar de ser Dios, se hizo hombre. Sin perder su condición divina, asumió la condición humana para llevar a cabo, por medio de ella, nuestra redención. Dios y el hombre son realidades muy diferentes; pero no realidades aisladas. Dios ha querido acercarse a los hombres, a cada uno de nosotros, enviando a su Hijo al mundo para compartir, asumiéndolo, el destino de los hombres.
La Encarnación, el acontecimiento por el que el Hijo de Dios se hizo hombre, es una prueba evidente de la condescendencia divina, de su misericordia; de un amor tan grande que no tiene reparo a la hora de “bajarse” para ponerse a nuestra altura, a fin de que nosotros podamos, por su gracia, acercarnos a la altura de Dios. Es como si un gran sabio, conocedor de los secretos de las ciencias, nos explicase en un lenguaje muy sencillo el funcionamiento del universo. Si de verdad quisiese instruirnos, hacernos partícipes de su conocimiento, el sabio trataría de hablar de un modo asequible a nuestro entendimiento. Un sabio así obraría movido por el sano interés de abrirnos los ojos para que pudiésemos comprender, poco a poco, lo que él ya comprende. Este esfuerzo de explicar de modo simple lo que es complejo sería una muestra de amor y de condescendencia.
Dios ha obrado así. Dios no necesita, estrictamente hablando, de nada que no sea Él mismo. Dios no es un misterio de aislamiento, sino de comunión. En Él se da el perfecto acuerdo, el perfecto diálogo, la perfecta felicidad de la comunión. Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre y el amor mutuo del Padre y del Hijo es un amor personal, una Persona-Amor, el Espíritu Santo. Pero el Amor de Dios, por pura benevolencia, “sale” de ese círculo trinitario para expandirse al mundo. De hecho, hemos surgido todas las criaturas como fruto de la fecundidad de ese amor divino. Como si Dios, de algún modo, quisiese crear para que la plenitud de su ser fuese participado por sus criaturas.
Dios lo ha creado todo, pero Dios no puede crear a Dios. La pregunta, que a veces los niños se hacen: “¿Qué había antes de Dios?”, si la pensamos un poco, carece de sentido. Dios ha creado a seres que, en cierto modo, siempre tienen algo que ver con Él. Pero, en su obra creadora, se ha esmerado, y nos ha creado a los hombres, hechos a su imagen y semejanza. Muy distintos de Él, muy distantes de Él, pero muy similares a Él. Una obra de arte no es el artista, pero una obra de arte refleja y plasma la potencia creadora del artista.
Dios no reniega de su obra maestra; no reniega del hombre. A pesar de que el hombre, crecido por la soberbia, pretendiese romper los límites y hacerse igual que Dios, pero sin Él y contra Él. Esta revolución de la criatura contra el Creador es el pecado. Ante todo, el pecado es un acto de desagradecimiento. En lugar de reconocer lo que le debemos a Dios, los hombres hemos querido ser más que Dios. Y ser más que Dios es absolutamente imposible. Y ser, de alguna manera, “como Dios” no se podrá conseguir nunca sin su ayuda.
A pesar de esta rebelión, Dios no se ha echado atrás. No ha querido aniquilarnos ni destruirnos. Al contrario, ha hecho todo lo posible para tratarnos como a amigos y elevarnos a la condición de interlocutores suyos. Así lo ha hecho en Jesucristo, Dios en medio de nosotros, y así lo sigue haciendo, después de la Resurrección de Cristo, por medio de la Iglesia y de los sacramentos de la Iglesia.
Un sacramento es “un signo sensible, instituido por Cristo, para darnos la gracia”. Dios se sirve de realidades muy humildes, muy terrenales, como el agua y el vino, para, por medio de ellas, llegar a nosotros. Así lo hizo Jesucristo, que, por la fuerza de su palabra y la acción del Espíritu Santo, dotó a algunos de estos signos de una enorme eficacia. Gracias a su palabra y al poder del Espíritu Santo, en la Santa Misa el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre para proporcionarnos el alimento de la vida eterna.
¿Dios podría entrar en contacto con nosotros de otro modo? ¿De un modo absolutamente espiritual e invisible? Quizá sí, pero Él sabe bien lo que hace, porque nosotros no somos seres absolutamente espirituales; somos también materiales, estamos dotados de cinco sentidos – vista, gusto, oído, tacto y olfato – para percibir el mundo y hasta para percibir a Dios.
(Sigue)
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Guillermo Juan Morado.
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