Caná
Homilía para el II Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
El Evangelio de San Juan nos dice que “en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él”. Nos encontramos con el misterio multiforme de la “epifanía”, de la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo: Él aparece, en la escena de la adoración de los Magos, como el Mesías de Israel revelado a los pueblos paganos; en la de su Bautismo, como el Unigénito del Padre y el Ungido por el Espíritu Santo; en Caná, como el Mesías que muestra su gloria.
Jesús es el Esposo que, con su presencia, llena de alegría a su pueblo: “Como un joven se casa con su novia, así se desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”, leemos en el texto de Isaías (cf 62,1-5). El amor que une al esposo y a la esposa es imagen del amor de Dios por su pueblo. Este amor de Dios se revela en Jesucristo, el Esposo de la nueva alianza. En Caná, Jesús anticipa su “hora”, la hora de su glorificación en la Cruz. Cristo crucificado, el Cordero inmolado, sella con su sangre esta alianza que salva y santifica a su Esposa, la Iglesia.
La Iglesia, como una nueva Eva, sale del costado de Cristo, de donde brotan el agua y la sangre, símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. San Pablo no duda en proponer como modelo para el matrimonio cristiano al Crucificado: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada. Así deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo” (Ef 5,25-28).
Al igual que Cristo, a petición de su Madre, atiende las necesidades del banquete de bodas en Caná, convirtiendo el agua el en vino, así el Señor continúa proporcionando a su Iglesia el alimento de su Cuerpo y de su Sangre. En la Eucaristía, como en Caná, el Señor se manifiesta, revelando y al mismo tiempo ocultando su gloria. Su don es sobreabundante: más de quinientos litros de vino, signo de la riqueza de los dones sobrenaturales que Él nos alcanza.
El Señor nos invita a todos a este banquete de bodas, imagen de la salvación, prefigurado en Caná, celebrado en la Cruz, actualizado en la Eucaristía y consumado en el cielo. No debemos rechazar su ofrecimiento y hemos de acudir no de cualquier modo, sino vestidos con traje de boda; con el corazón purificado y acompañados de buenas obras. Es el banquete de la comunión, que nos permite participar de la vida de Dios, que nos une con el Hijo para ser también nosotros hijos. Se anticipa así, en la celebración eucarística, el banquete nupcial del cielo, donde el Señor colmará para siempre nuestra sed al hacernos participar, para siempre, de su vida y de su amor.
Como en Caná, María nos precede y nos acompaña, como verdadera Madre solícita por el bien de sus hijos. Ella está, en la “hora” de la Cruz, ofreciendo al Padre la muerte redentora de su Hijo. Ella está también presente en nuestras vidas, intercediendo para que el Señor transforme nuestros corazones con el vino nuevo de la gracia y, de ese modo, creciendo nuestra fe en Jesucristo, podamos llenarnos de alegría.
Guillermo Juan Morado.
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