Bajezas
En esta vida se puede ser muchas cosas. Una de las peores es convertirse en indigno, ruin y mezquino. Y ciertamente hay seres así. Incluso entre quienes, fatuamente, arden en el fuego de las propias vanidades – o resentimientos, que nunca se sabe - .
Las amistades vienen y van. Solo unas pocas se mantienen. Sin que esta falta de permanencia haya que atribuirla necesariamente a mala fe por parte de uno u otro de los amigos. El afecto personal, puro y desinteresado que nace entre dos personas no siempre subsiste. Muchas veces el trato se interrumpe y esa discontinuidad, esa distancia, se impone. En ese caso, en lugar de una amistad queda el recuerdo de una amistad. Pero el recuerdo es mucho; es siempre más que la nada.
Yo guardo, en general, un enorme agradecimiento hacia los amigos que he tenido y que, en cierto modo, sigo teniendo en la memoria. Hemos compartido juntos una parte del trayecto, del recorrido de nuestro paso por el mundo. Y un viaje, si dura muchas horas, transcurre mejor en buena compañía que en absoluta soledad. Aunque, a veces, la soledad es más un premio que un castigo.
No todas las experiencias son felices. No todos los compañeros de ida o de vuelta nos han aportado, en cada tramo recorrido, gran cosa. Ni nosotros a ellos. Pero es mejor quedarse con lo bueno que almacenar en la despensa del recuerdo un infinito lote de productos caducados, de frascos de ponzoña, de menosprecios magnificados con el paso del tiempo.
El rencor, el resentimiento arraigado y tenaz, daña más a quien lo padece que a quien es objeto del mismo. Si soy rencoroso me empeño en darle una ventaja a quien, presunta o realmente, me ha agraviado. Soy yo, en ese caso, quien le proporciona al que tal vez me ha hecho daño la posibilidad de seguir haciéndomelo. A poco que se medite sobre ello se concluye que el rencor jamás merece la pena.
De amigos y de antiguos amigos uno sigue esperando lealtad, fidelidad. Entre amigos se levanta una especie de tienda del encuentro, de marco sagrado, que da pie a confidencias, a revelaciones sobre el propio ser, que, aunque la amistad pase, debería permanecer.
Si la amistad pasa a ex amistad o, por los motivos que sean, a enemistad manifiesta esa reserva de lo que fue un espacio compartido debería mantenerse. Si violamos ese territorio de la gratuidad no solo ofendemos al otro, sino que nos degradamos a nosotros mismos.
Una persona se define por como habla de sus amigos. Pero se define mucho más, se autorretrata – en su grandeza y en su bajeza, en su nobleza y en su mezquindad – sobre todo por como habla de los antiguos amigos y de sus enemigos.
Para todo ha de haber límites. Aunque, repito, no todo el que pretende ofender ofende de hecho. Muchas veces, simplemente, hace asomar a la luz pública lo poco que lleva dentro, la levedad que atesoran su boca y su corazón.
Guillermo Juan Morado.
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Dedico este post a un buen amigo, Luis Fernando Pérez Bustamante. Él no es como yo, ni yo soy como él. Él es apasionado, “tronante” incluso. Yo soy, quizá, más “tibio” – calificativo que usan con profusión quienes no me pueden ver; algo de razón tendrán - . En cualquier caso él es una buena persona, un hombre noble, del que siempre he aprendido y sigo aprendiendo muchas cosas buenas. De todos modos, yo no haría mención de quien está en contra. No merece, quien nos denigra, que se contribuya a su efímera, muy efímera, fama.
Guillermo Juan Morado.
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