Lo penúltimo y lo último
Homilía para el Domingo XXXIII del TO (ciclo B)
El profeta Daniel vincula la venida del Mesías con el fin de los tiempos y la resurrección de los muertos (cf Dan 12,1-3). Se trata de un anuncio esperanzado: “Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.
Jesús, en un lenguaje parecido, profetiza la desintegración del universo y el retorno del Hijo del Hombre en gloria (cf Mc 13,24-32). ¿Qué significa esta profecía? Ante todo que Él – el Hijo del Hombre - es el Señor del cosmos y de la historia. El cosmos y la historia no constituyen lo último sino lo penúltimo. Es decir, la creación entera y la historia de la humanidad no encuentran su culminación en sí mismas, sino en Jesucristo, el Hijo de Dios.
Una tentación permanente que nos acecha es la de confundir lo penúltimo – lo provisorio – con lo último – lo definitivo - . Esta tentación es una impostura (cf Catecismo 676), un engaño. El cosmos no sustituye a Dios ni el hombre puede redimirse a sí mismo. Debemos trabajar, colaborando con Dios, para mejorar el mundo y para edificar, con su ayuda, una sociedad más justa. Pero solo Él podrá, en última instancia, instaurar la justicia y transformar el cielo y la tierra en un nuevo cielo y en una nueva tierra. Solo Dios, en Cristo, puede triunfar sobre el mal que perpetuamente nos amenaza.
“Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra” (Catecismo 668). En su humanidad, participa en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Todo fue creado por Él y para Él. Todo tiene en Él su consistencia y su plenitud. La salvación se encuentra no en la cerrazón, sino en la inaudita apertura de Dios al hombre y del hombre a Dios.
Los signos cósmicos que preludian la venida del Señor en la gloria, el oscurecimiento del sol y de la luna y la sacudida del universo, no equivalen a una regresión al caos, como si Dios se arrepintiese de su creación y destruyese finalmente su obra. Dios no destruye lo que ha hecho, sino que lo lleva a su máxima perfección, librando para siempre al mundo y a la historia del poder del mal, del peso del mal, de la huella del mal.
¿Quién no desearía que el mal se acabase? ¿Quién no apostaría por una victoria de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia, del amor sobre el odio, de la honradez sobre la impostura? Solo el que viene “sobre las nubes con gran poder y majestad”, solo el que desciende del cielo como Dios, después de haber muerto como víctima inocente, puede cambiar para siempre las cosas. Solo Él puede reunirse con sus elegidos para que los que enseñaron a muchos la justicia brillen, como las estrellas, por toda la eternidad.
Mientras aguardamos su venida los sufrimientos se convierten en provisionales, en un intermedio doloroso y purificador. No perdurarán, si somos fieles, los sufrimientos. Todo pasará – el sufrimiento y el mal - . Todo pasa, solo sus palabras permanecen. Solo sus palabras serán las armas de Dios, las que Él emplea para hacer que todo sea nuevo.
La actitud correcta no es sucumbir a una especie de histeria del fin, a un comportamiento irracional motivado por no se sabe qué conocimiento absurdo de la inminencia del fin del mundo. Dios nos quiere cautos, razonablemente cautos, aunque, eso sí, vigilantes: “El día y la hora nadie lo sabe”. Nos basta con respetar los tiempos de Dios esperando, con la humildad de los creyentes, que Él nos mostrará el sendero de la vida, que nos saciará de gozo en su presencia y de alegría perpetua a su derecha (Sal 15).
Guillermo Juan Morado.