¿Creer "en" la Iglesia?
Con frecuencia se tiende a considerar que la fe es un asunto estrictamente privado, una opción de la propia conciencia que no puede ir más allá de las fronteras íntimas del yo. Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes”.
Una cadena está formada por una serie de eslabones enlazados entre sí, de modo que se sustentan unos en otros y, a su vez, ayudan a sustentar a otros. La imagen nos ayuda a reflexionar sobre la eclesialidad de la fe, sobre la vinculación interna que une a la fe con la Iglesia. Siendo un acto humano y profundamente personal, el creer es simultáneamente un acto eclesial. No hay cadena sin eslabones, pero tampoco eslabones sin cadena.
La fe es eclesial porque nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El hombre necesita aceptar, confiar y recibir para desplegar plenamente todas sus potencialidades. Necesita, es suma, creer para saber. Como ha escrito el filósofo Gadamer: “llegamos demasiado tarde siempre que pretendemos saber lo que deberíamos creer”. Antes de realizar cualquier juicio científico o antes de llevar a cabo cualquier tarea transformadora de la realidad, el ser humano recibe de su entorno, de su cultura, de su tradición, la estructura básica que permitirá todo el resto. Análogamente, la Palabra de Dios llega a nosotros a través de la mediación histórica, de la memoria actualizadora, de la Iglesia.
La fe es eclesial porque el “nosotros” no anula el “yo”, sino que lo hace posible. Dios, que es el ser en plenitud, no es soledad o aislamiento, sino perfecta donación: “Dios es único, pero no solitario”, confiesa una antigua fórmula de fe. En la Trinidad lo que une es, a la vez, lo que distingue: Cada Persona es su amor – el Padre ama como Padre, el Hijo ama como Hijo y el Espíritu Santo ama como Espíritu Santo – pero, a la vez, el amor es común a los tres, constituyendo la única esencia divina. Análogamente, en el hombre no se contraponen individualización y socialización, sino que se complementan.
La fe es eclesial porque así como la vida natural se gesta en el seno de la madre, la vida nueva, la salvación que Dios nos regala, es transmitida a través de la función materna de la Iglesia. San Cipriano decía que “nadie puede tener a Dios como padre si no tiene a la Iglesia como madre”. Y San Agustín comparaba a la Iglesia con una madre que engendra hijos y que, a semejanza de la Virgen María, permanece íntegra y fecunda.
La fe es eclesial porque el “escuchar” precede al “hablar”. Las palabras con las que se expresa y confiesa la fe son palabras recibidas, oídas, de la voz de la Iglesia, que hace resonar hoy en el mundo la Palabra viva de Dios.
La cadena de la fe no es un circuito cerrado sino abierto, en una apertura que se dirige a la totalidad de los hombres. El esfuerzo misionero robustece la fe y renueva a la Iglesia: “La fe se fortalece dándola”, decía Juan Pablo II. Eso sí, proponiendo sin imponer, sabiendo – lejos de todo fundamentalismo – que sería absurdo quitar la libertad para difundir la verdad, porque la verdad no nos hace esclavos, sino libres.