Escucha, Israel
XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La llamada de Dios precede a la respuesta del hombre. Y es en esta clave de diálogo cómo se ha de entender la vida moral. Los mandamientos no se imponen como un pesado fardo, como un ideal ético que haya que cumplir a base de esfuerzo, como una especie de reto imposible para el hombre, que carga sobre sí las huellas del pecado: “La existencia moral – enseña el Catecismo – es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio de Dios que se propone en la historia” (n. 2062).
“Escucha, Israel” (cf Dt 6, 2-6). El que habla, el que interpela, el que llama solemnemente, es el mismo Dios. Dios, que es Amor, y que lleva la delantera en el amor. El Dios invisible que, en su revelación, “habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2). Los mandamientos explicitan “la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios” (cf Catecismo, 2083).
El “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” constituye una invitación a vivir la vida teologal; la existencia cristiana, basada en la fe, la esperanza y la caridad.
La obediencia de la fe es, simultáneamente, la respuesta a la revelación divina y la primera obligación moral que deriva de la escucha de Dios. Amar al Señor es creer, con todo el corazón y con toda el alma, y dar testimonio de esa fe con todas las fuerzas. Amar al Señor es esperar en Él, confiando en que Dios nos dé la capacidad de correspondencia al amor que nos regala y de obrar en conformidad con los mandamientos. Amar al Señor es responder con un amor sincero a la caridad divina.
La vida teologal, que es la vida en Dios, informará las virtudes morales; entre ellas, la virtud de la religión, que nos dispone a adorar a Dios, a orar, a ofrecerle, unido al único y perfecto sacrificio de Cristo (cf Hb 7, 23-28), el sacrificio de nuestra propia vida entregada; que nos impulsa a cumplir los votos y las promesas, y a tributar a Dios, individual y socialmente, un culto auténtico.
Inseparable del amor a Dios es el amor al prójimo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf Mc 12, 28-34). San Agustín escribe: “El amor de Dios es lo primero que se manda, y el amor del prójimo lo primero que se debe practicar. (…) Tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo te harás merecedor de verle a Él. El amor del prójimo limpia los ojos para ver a Dios…” (In Ioann. Ev.17, 8).
Jesús no solo nos ha enseñado a amar a Dios y al prójimo, sino que Él mismo ha demostrado este amor con su sacrificio en la Cruz, poniendo la voluntad del Padre por encima de sí mismo y dando su vida “como rescate por muchos”.
“Escucha, Israel”. Escuchemos también nosotros para que, fortalecidos con el sacrificio de la Eucaristía, que actualiza la única entrega de Jesucristo, podamos, con obras y de verdad, amar a Dios cumpliendo sus mandamientos.
Guillermo Juan Morado.