Las humanidades o los saberes inútiles
Hace ya muchos años publiqué un texto sobre “Las humanidades o los saberes inútiles”.
Lo reproduzco aquí, en su totalidad:
En el conjunto de los saberes, las humanidades han desempeñado en nuestro siglo el papel del tonto de la familia. Y lo peor es que, extasiadas por los logros de sus parientes listos, han caído en la esquizofrenia de querer aparentar a toda costa lo que no eran.
En este absurdo baile de máscaras todos los danzantes se colocaron la careta de “científicos”. El filósofo, avergonzado de sí mismo, se dedicó a analizar la metodología de la ciencia; el filólogo - el amante de las palabras - se travistió de lingüista; el teólogo, para no verse condenado definitivamente al exilio, se convirtió en un asiduo comentador de estadísticas sobre la incidencia de los factores religiosos en los comportamientos sociales.
Lo que antaño había constituido la orgullosa herencia de los tontos fue desdeñosamente almacenado en el desván de lo no significativo, relegado al cuarto oscuro de lo irracional, a una estancia umbría poblada de fantasmas como las torres de un viejo castillo. Al final, cuando el morador de la casa decidió instalar la antena parabólica, vendió toda aquella chatarra en un rastro por cuatro duros.
Pero he aquí que los más listos de los listos - los científicos de verdad - descubrieron que sus saberes no eran tan exactos, imparciales y objetivos como los tontos - los científicos disfrazados - habían ingenuamente creído. Y además, para mayor complicación, las ecuaciones les estallaron en las manos - como a veces les sucede con sus artefactos a los pirotécnicos de las ferias - dibujando en el cielo gigantescos hongos destructivos.
Cuando los listos se percataron de que no eran omniscientes, de que no tenían la respuesta al porqué y al para qué de casi nada, acudieron a sus primos menos aventajados a ver si, entre todos, eran capaces de llegar a algún resultado. Pero éstos descubrieron que el disfraz se les había pegado a la cara como un siniestro tatuaje; tras la máscara veneciana no quedaba nada del rostro original.
Asustados, buscaron con empeño en los bolsillos de sus batas blancas, rastrearon en vano los estantes de sus falsos laboratorios, destriparon los discos duros de sus ordenadores. La cosecha fue escasa. Aquí y allí quedaba alguna palabra, algún pequeño fragmento de un manuscrito original, pero ya casi nadie entendía la lengua en la que había sido escrito y costaba mucho descifrar su significado.
Los listos, decepcionados, tocaron la campana a rebato y convocaron una reunión a la que acudieron una masa enorme de adivinos, hechiceros, augures y quiromantes. A los tontos no se les dejó entrar, porque en esa exigente asamblea estaban prohibidos los disfraces. Sólo hubo espacio para las cámaras de televisión que enfocaban, en una mezcla extraña y confusa, al físico y al mago, al bioquímico y a la echadora de cartas.
Sentados en los salones de sus casas, en una breve pausa entre la vuelta de la oficina y la salida al supermercado, los ciudadanos contemplaban, inmutables, el desarrollo de la reunión. No entendían nada, pero tampoco les importaba. Lo esencial estaba más o menos asegurado: había provisiones en el frigorífico, una discoteca cercana y buenas ofertas de la agencia de viajes.
Guillermo Juan Morado.
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He recordado este texto - que si lo escribiese hoy no lo escribiría así - leyendo el interesante discurso de MARTHA C. NUSSBAUM , Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales.
No hace falta explicar que no tengo por qué compartir todo lo que piense Martha Nussbaum. Me limito solo a esta defensa de las humanidades.