La compasión y la confianza
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La Carta a los Hebreos nos presenta a Cristo, sumo Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres, intercediendo ante el Padre por nosotros: “tenemos un sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios” (Hebreos 4, 14). Su compasión fundamenta nuestra confianza: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse en nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado” (4, 15).
Esta identificación de Cristo, hombre para siempre, pues su humanidad ha entrado irreversiblemente en la gloria divina (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 659), con la condición humana nos permite mantener “la confesión de la fe” y “acercarnos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente” (14, 16).
Ninguna prueba o dificultad nuestra deja insensible el Corazón de Cristo. Ni siquiera la “prueba de fuego”, comprometida y decisiva, de mantener la confesión de fe en una época en la que la fe es asediada por la duda, por el desprecio, por la mofa; estremecida por el panorama oscuro de la presencia del mal, de la falta de respeto a la vida humana, del sufrimiento de tantos, de las injusticias que no acaban; tentada por el peso de nuestro propio pecado, del egoísmo; importunada por el deseo de pactar con la comodidad, con la “adaptación al medio”, pensando y viviendo “como viven los demás”; en definitiva, rehuyendo el servicio y el sacrificio; desertando del amor de Dios.
Este Sumo Sacerdote “probado en todo” es el Siervo de Yahvé, que en la majestad de su gloria sigue portando las llagas del sufrimiento. El Rey celestial, sentado corporalmente a la derecha del Padre, es aquel Crucificado que entregó su vida como expiación, para justificar a muchos, cargando con sus crímenes (cf Isaías 53, 10-11). Él puede comprendernos, se hace cargo de nuestras debilidades, pues las ha tomado todas sobre sí.
Él nos conoce “desde dentro” de nuestra condición de hombres, “desde dentro” de nuestra fragilidad y limitación, y nada nuestro le resulta extraño. En este Sumo Sacerdote “probado en todo”, la compasión no es un lejano atributo de la divinidad, sino una experiencia próxima que hace suya, asumiéndola como propia, el Dios hecho hombre, Jesucristo nuestro Señor, el Siervo glorificado.
Por eso, “acerquémonos con seguridad al trono de la gracia”. Con la seguridad y la certeza de los que creen y confían en quien no ha defraudado en su Cruz y no defrauda en su gloria.
Acudamos al trono de la gracia, comprometiéndonos, basados en la esperanza que emana de ese trono, en el servicio y en el sacrificio de la entrega de la propia vida: “el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (cf Marcos 10, 35-45).
Muchos cristianos han comprendido perfectamente cuál es la primacía que cuenta en el Reino de Cristo. Son aquellos que, fortalecidos por su gracia, no han tenido a menos hacerse siervos y esclavos; no han retrocedido ni en la confianza ni en la compasión. Entre ellos, miles de misioneros, para quienes las palabras del Señor: “¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?”, han encontrado ya la respuesta convincente del martirio.
La caridad de Cristo, del Sumo Sacerdote “probado en todo”, sigue costando la vida. Pero sigue también humanizando el mundo; irrigando el desierto con el agua nueva que brota del trono de la gracia.
Guillermo Juan Morado.