¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos?
El capítulo sexto del Evangelio de San Juan comienza con uno de los siete milagros que recoge este evangelista: la multiplicación de los panes y de los peces. Este signo realizado por Jesús se sitúa temporalmente poco antes de la Pascua (cf Juan 6, 4), señalando así el evangelista, en este acontecimiento milagroso, una prefiguración de la Pascua cristiana y del misterio de la Eucaristía, en el que Jesús mismo se convierte, como Pan de Vida, en nuestro alimento.
El Señor aparece verdaderamente como el Buen Pastor; levanta los ojos para ver a la gente, y se preocupa de que tengan algo que comer. En Él resplandece la justicia y la bondad de Dios que “abre la mano y sacia de favores a todo viviente” (Salmo 144). Aquellos hombres, viendo el signo obrado por Jesús, se acuerdan del profeta Eliseo, que alimentó a la gente con veinte panes de cebada (cf 2 Reyes 4, 24-44). El prodigio realizado por Jesús es aún mayor, y por eso comentan: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo” (Juan 6, 14).
Quizá aquella muchedumbre reconoce en Jesús sólo a un mesías terreno; quieren hacerlo rey, porque les había dado de comer, porque había satisfecho sus necesidades materiales. Pero Jesús se retira él solo, como indicando que su reino no es de este mundo.
La Iglesia encuentra en este pasaje de la vida del Señor una lección permanente. Como Jesús, la Iglesia está llamada a levantar la mirada para descubrir las necesidades de la gente; también sus necesidades materiales. “Para la Iglesia – ha recordado Benedicto XVI - , la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia”, como lo es el anuncio de la palabra y la celebración de los sacramentos (cf Deus caritas est, 25).
Pero, la Iglesia como tal, no es la responsable inmediata de la edificación de un reino de este mundo. Esa tarea de construir un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, le compete a la comunidad política, al Estado (cf Deus caritas est, 28). La Iglesia, predicando la doctrina social del Evangelio, ayudará a “abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien”, para que todos los actores de la comunidad política se esfuercen honestamente por alcanzarlo.
En este campo de la edificación de un orden político justo, donde nadie se vea privado de lo necesario, el protagonismo inmediato corresponde, en la Iglesia, a los fieles laicos: “Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la ‘multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común’”(Deus caritas est, 29).
Si esta responsabilidad de los fieles laicos ha sido siempre importante, hoy resulta particularmente urgente, ante los desafíos que nuestra sociedad ha de atender; entre ellos, la acogida e integración de los inmigrantes, el acceso de los jóvenes al empleo y a la vivienda, la necesidad de poder compaginar la vida familiar con la vida laboral y, naturalmente, la erradicación de toda forma de marginación económica, social o cultural.
En todos los aspectos de nuestra existencia, también en la acción caritativa y en el compromiso social y político, los cristianos estamos llamados a andar como pide la vocación a la que hemos sido convocados (cf Efesios 4, 1-6), a vivir a la altura de lo que somos; caminando en la humildad, en el amor y en la unidad.
El Señor, movido por su amor pastoral, prepara para nosotros la mesa de la Eucaristía, porque Él está “cerca de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (Salmo 144).
Guillermo Juan Morado.