Esto es mi cuerpo
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos impulsa a “venerar” el sagrado misterio de la Eucaristía. “Venerar” es respetar en sumo grado a alguien o algo que lo representa y recuerda. “Venerar” es también tributar culto a Dios y a las realidades sagradas. Perder el sentido de la veneración hacia lo sacro sería un síntoma de alejamiento de la religiosidad y de la fe.
La Iglesia venera la sagrada Eucaristía porque en este Santísimo Sacramento están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento). Venerar la Eucaristía es venerar a Jesucristo mismo, Dios y hombre, que, por la fuerza de su palabra y la acción del Espíritu Santo, transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
En la celebración de la Santa Misa se expresa principalmente esta veneración; no sólo internamente, sino también de modo externo. El evangelio según San Marcos deja constancia de cómo Jesús eligió para celebrar su Cena “una sala grande, arreglada con divanes” (Mc 14,15). La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía exige que la disposición del templo, la música de la celebración, los ornamentos y los objetos sagrados sean bellos y nobles.
También nosotros, interna y externamente, debemos traslucir este espíritu de veneración cada vez que participamos en la Santa Misa. No podemos asistir a la Eucaristía vestidos de cualquier modo; no podemos estar más pendientes del reloj y de la hora que del Señor; no podemos convertir la celebración de la Pascua de Cristo en un puro trámite, en un mero “cumplimiento”. Las inclinaciones profundas, las genuflexiones bien hechas, la observancia del silencio adorante, el saber arrodillarse cuando es el momento, son gestos que van más allá del formalismo y de la pura corrección.
Pero también fuera de la celebración de la Misa la Iglesia venera la sagrada Eucaristía. Por eso se reservan con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, que debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia, y que debe estar construido de tal forma que “subraye y manifieste la verdad de la presencia real en el Santísimo Sacramento” (cf Catecismo 1379).
De igual modo, la Iglesia expone a los fieles la Sagrada Hostia para que la veneren con solemnidad, e incluso la lleven en procesión: “Entre las procesiones eucarísticas, adquiere especial importancia y significación en la vida de la parroquia o de la ciudad, la que suele celebrarse todos los años en la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, o en algún otro día más oportuno cercano a esta solemnidad. Conviene, pues, que donde las circunstancias actuales lo permitan y verdaderamente pueda ser signo colectivo de fe y adoración, se conserve esta Procesión, de acuerdo con las normas del Derecho” (Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, 102).
De nuestra participación depende, en gran medida, que la procesión del Corpus Christi sea de verdad “signo colectivo de fe y adoración”.
En la Eucaristía adoramos la entrega de Jesucristo por nosotros; el sacrificio de la Sangre redentora de la Nueva Alianza, que supera y hace inútil la sangre de los sacrificios del Antiguo Testamento. Jesucristo, el Sumo Sacerdote de los bienes definitivos, “no usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna” (cf Heb 9,11-15).
Cristo se hace a la vez Sacerdote y Víctima de propiciación por nuestros pecados: “Tomad, esto es mi cuerpo”; “esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos” (cf Mc 14,12-16.22-26).
La veneración de los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre hará que nuestro corazón se identifique con el Corazón de Cristo, pues el Señor “en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican ese amor” (Catecismo 1380).
¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
Guillermo Juan Morado.