En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Decía un filósofo ilustrado, I. Kant, que “de la doctrina de la Trinidad… no se puede simplemente sacar nada para la vida práctica, incluso si se creyera entenderla inmediatamente; pero mucho menos todavía cuando uno se convence de que supera nuestros conceptos”. Desde los presupuestos racionalistas de este pensador, la Trinidad de Dios es vista como algo irrelevante y, en consecuencia, se relega a un papel secundario lo que, en cambio, constituye el centro original de la fe cristiana.

De esta originalidad y centralidad da testimonio el pasaje evangélico de San Mateo. Jesús encomienda a los suyos el mandato de bautizar: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). En este texto, el Señor enseña la trinidad de las personas divinas – El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo – y a la vez su unidad: no pide bautizar en “los nombres”, sino “en el nombre”, en singular, del único Dios, que es Padre e Hijo y Espíritu Santo.

La unión entre confesión de fe trinitaria y Bautismo es significativa. Por el sacramento del Bautismo, que nos hace cristianos, el bautizado queda referido al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. En su único nombre se entra en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia Santa de Dios.

Si atendemos a otros elementos esenciales de la fe cristiana, caeremos en la cuenta de esta centralidad de la doctrina trinitaria: El Credo, la profesión de fe, tiene una estructura trinitaria. La Trinidad ocupa el centro de la Liturgia de la Iglesia, que es alabanza al Padre dirigida por Cristo en la unidad del Espíritu Santo. Igualmente, la vida cristiana consiste en la participación, por la gracia, en la misma vida de Dios como hijos adoptivos del Padre, por la acción del Espíritu Santo, que nos une a Cristo el Señor.

No solamente es falso que “de la doctrina de la Trinidad no se pueda sacar nada para la vida práctica”, sino que es todo lo contrario: sin la doctrina de la Trinidad no podríamos entender nada de la realidad de nuestra salvación, porque Dios es, en sí mismo, nuestra salvación.

La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos permite honrar a Dios, profesando la fe verdadera, conociendo la gloria de la eterna Trinidad y adorando su Unidad todopoderosa.

En una época marcada por el relativismo y la desconfianza hacia la verdad, puede parecer de poca importancia “profesar la fe verdadera”. Sin embargo, solo la verdad hace libres; sólo la verdad salva. La perseverancia en la fe verdadera – garantizada por Dios mismo que es la Verdad – equivale a la perseverancia en la salvación.


Como a Timoteo, también a cada uno de nosotros nos dice San Pablo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Tim 1,18-19).

Conocer la gloria de la eterna Trinidad es adentrarse, por el conocimiento y el amor, en el misterio de la majestad de Dios, que se ha revelado a los hombres para hacerlos partícipes de su vida.

Conoceremos la gloria de la eterna Trinidad si, por el estudio y la oración, tratamos a cada una de las personas divinas, sabiéndonos hijos del Padre, regenerados por el Espíritu Santo, unidos a Cristo como los miembros de un cuerpo están unidos a la cabeza.

En el libro del Deuteronomio se subraya la unicidad de Dios: “el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro” (cf Dt 4,32-40). Dios es uno y único. Su Unidad todopoderosa es su eterna Trinidad: “La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad” (Símbolo Quicumque; cf Catecismo 266).

Que en la adoración, en la alabanza, en la bendición, reconozcamos a Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros.

Guillermo Juan Morado.

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JUAN PABLO II, EL PAPA UNIVERSAL
Autor : Juan Morado, Guillermo
ISBN : 978-84-9805-546-7
PVP : 2,16 € (s/iva) 2,25(c/iva)

El primer papa del siglo XXI, el mensajero de una fe vigorosa para toda la humanidad. Y la historia empieza así: “Karol Józef Wojtyla nació en Wadowice (Polonia), una población situada a unos cincuenta kilómetros de Cracovia, el 18 de mayo de 1920, y fue bautizado el 20 de junio de ese mismo año. Sus padres eran Karol Wojtyla, oficial del ejército polaco, y Emilia Kaczorowska. Su patria, Polonia, es apenas un país independiente tras vencer la guerra contra los soviéticos. Un país multiétnico conformado por polacos, ucranianos, judíos, bielorrusos, alemanes y ciudadanos procedentes de otras nacionalidades…”