Sobre la Resurrección del Señor
Releía esta tarde dos capítulos de un libro que publiqué en 2011. Como ambos capítulos tratan sobre la Resurrección de Jesucristo me parece oportuno traerlos de nuevo al blog. Quizá, en su día, estos textos hayan sido publicados en este blog, aunque tal vez no literalmente.
Los reproduzco sin más:
Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron
La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.
Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).
Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que les lleva a creer.
Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.
También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hable y les explique las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.
A diferencia de ellos, nosotros no hemos visto el sepulcro vacío ni al Señor resucitado. Pero al igual que ellos, también nosotros, movidos por el amor, hemos de aceptar el anuncio que nos llega a través del testimonio de los apóstoles para confesar, en la fe: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34). El mismo hecho de que celebremos, casi dos mil años después, la solemne Vigilia Pascual constituye un signo evidente de la verdad de este testimonio.
Cristo está vivo y nos permite, mediante la fe y los sacramentos, hacer propia su Pascua. Por el bautismo – escribe San Pablo – fuimos incorporados a su muerte, fuimos sepultados con Él en la muerte para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva (cf Rm 6,3-4), la vida de los hijos de Dios, de los hermanos de Cristo, de los herederos del cielo.
Dios nos lo hizo ver
El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena en ese día el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).
“Dios lo resucitó al tercer día”. La Resurrección, enseña el Catecismo, “es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia” (n. 648). Se realiza por el poder del Padre, que “ha resucitado” a su Hijo, introduciendo de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Dios lo ha resucitado, no para que vuelva a morir, sino para que viva para siempre, para que entre en una vida que ya no tendrá fin.
Dios “lo hizo ver”. Jesús “fue visto”, “se dejó ver”, fue mostrado, revelado, por el Padre. No se trató, en ningún caso, de una “ilusión” personal de quienes lo vieron, o de una experiencia mística. La Resurrección no es un hecho que acontece en la subjetividad de los discípulos, sino que se trata de un acontecimiento real, a la vez histórico y trascendente. Histórico, porque tuvo manifestaciones históricamente comprobadas – como el sepulcro vacío y las apariciones -, y trascendente, porque se trata de una actuación divina que trasciende y sobrepasa la historia.
Jesús resucitado no se aparece a cualquiera: “Cristo resucitado no se manifiesta al mundo, sino a sus discípulos” (Catecismo 647). Su manifestación, siendo real, provoca la fe y exige una respuesta de fe; en definitiva, no dispensa de creer. Cuando irrumpe de este modo la novedad divina, ningún sentido meramente humano es apto para percibirla. No basta sólo con “ver”, aunque el ver sea necesario para los primeros testigos; es preciso, también, “creer”. La adecuada “proporción” entre Dios y el hombre sólo se establece gracias al don de la fe y no únicamente en virtud de cualidades humanas.
Pedro y los apóstoles son los testigos de esta revelación de Dios. Un testimonio que acreditan con la coherencia de sus vidas, rubricado con el martirio y con su predicación. Como afirma el apóstol San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra fe y es inútil nuestra predicación” (1 Co 15,14).
Pero el acontecimiento de la Resurrección no afecta sólo a Jesucristo. En el “pro nobis” de la fe descubrimos que Cristo ha resucitado para que nosotros podamos seguir adelante, para que sepamos que el pecado y la muerte han sido vencidos, porque “los que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”.
La bellísima secuencia de Pascua nos permite compartir los sentimientos de María Magdalena: “¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”.
Esta certeza de la veracidad de la Resurrección engendra la esperanza. Una esperanza que se deposita en la misericordia de Dios y en el anhelo de participar de su victoria: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana, y da a tus fieles parte en tu victoria santa. Amén. Aleluya”.
Guillermo Juan Morado.
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