La cuarta palabra
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No podemos escuchar, sin estremecernos, esta palabra de labios de Jesús. ¿Cómo puede Dios abandonar a Dios? ¿Cómo puede el Padre desamparar a su Hijo?
Jesús sufre el tormento de la Cruz. Sufre, sobre todo, el escarnio de su Pueblo. Jesús es una Víctima, la Víctima, de la “cultura de la muerte”; del uso perverso de la libertad, de un individualismo extremo que nos confiere un “poder absoluto sobre los demás y en contra de los demás”. La muerte de Jesús fue decidida por las autoridades del momento; se procedió contra Él siguiendo las formalidades de la aparente justicia. Los sumos sacerdotes lo acusaron de blasfemo. Roma, de traidor. Jesús estaba de más, molestaba; su mera presencia incomodaba el egoísmo de los fuertes.
Esta cuarta palabra resuena en la historia cada vez que, con el amparo de leyes injustas y con la cobertura favorable de una opinión pública contaminada, se aplasta a los débiles. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué ese número inmenso de niños a quienes se impide nacer? ¿Por qué tantos pobres a quienes se les hace difícil vivir? ¿Por qué tantos hombres y mujeres víctimas de una violencia inhumana? ¿Por qué tantos ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad? Dios no parece intervenir para imponer la justicia.
El grito de Jesús es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo. Pero ese grito y ese silencio es la expresión plástica del amor de un Dios que quiere compartir, en la experiencia del abandono, la soledad de nuestras noches, la oscuridad de nuestras desesperanzas, la angustia de nuestros desamparos. El amor de Dios se manifiesta en su compasión, en su derrota, en su debilidad, en su muerte.
Ante la libertad del hombre, que dice continuamente “no”, Dios parece fracasar siempre. Pero su amor es más grande que el “no” humano: “A cada “no” humano se abre una nueva dimensión de su amor, y él encuentra un camino nuevo, mayor, para realizar su “sí” al hombre, a su historia y a la creación”, decía Benedicto XVI. Con su grito, Jesús lleva al corazón de Dios el sufrimiento de todos los olvidados. Con su grito, con su abandono, provoca la transformación de la injusticia en justicia, de la enemistad en amor, de la soledad radical del sinsentido en la certeza de la cercanía de Dios a los que sufren: En la Cruz del Señor encontramos los creyentes “fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte” (San León Magno).
Guillermo Juan Morado.
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