La sinceridad de Dios
Homilía para el VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios, escrita en el otoño del año 57, se presenta como un hombre veraz y sincero, libre de fingimiento: “La palabra que os dirigimos no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”. En esta falta de doblez el Apóstol sigue el ejemplo de Jesucristo, que “no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”, ya que “en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’”. En definitiva, la sinceridad de San Pablo se fundamenta en la sinceridad de Dios mismo, en la fiabilidad de su Palabra, en la lealtad con la que, enviando a Jesucristo, ha cumplido todas sus promesas.
Lo contrario de la sinceridad es la doblez de corazón; la astucia o la malicia en la manera de obrar o de hablar dando a entender lo contrario de lo que se siente. Un corazón doble dice unas veces ‘sí’ y otras ‘no’, según la conveniencia de cada momento. Uno de los más antiguos textos cristianos, la Didaché o Enseñanzas de los Doce Apóstoles, contrapone dos caminos, el de la vida y el de la muerte. El camino de la muerte se caracteriza, entre otras cosas, por los falsos testimonios, la hipocresía, la doblez de corazón, el engaño y la malicia (cf Didaché, V,1).
Al igual que San Pablo, también el Compendio del Catecismo basa la obligación que un cristiano tiene de vivir en la verdad en la manifestación íntegra de la verdad de Dios que ha tenido lugar en Jesucristo: “Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía” (n. 521).
Una de las promesas divinas que se han cumplido en Jesucristo es la promesa de perdonar los pecados. Precisamente para demostrar que tiene poder para perdonar los pecados Jesús realiza el milagro de curar al paralítico (cf Mc 2, 1-12). Él es el Hijo del Hombre que realiza y cumple sobre la tierra, a través del perdón, la voluntad salvadora de Dios.
San Marcos narra que, al saber que Jesús estaba en casa, “acudieron tantos que no quedaba sitio en la puerta”. Por esta razón quienes llevaban al paralítico tuvieron que descolgar la camilla por el techo de la casa. Jesús percibe este recurso improvisado como una manifestación de fe. En efecto, la fe impulsa a superar los obstáculos, las fronteras que se interponen entre nosotros y el Señor, la más importante de las cuales es el pecado.
A nosotros nos resulta mucho más accesible que a ellos el acceso al perdón de Jesús, porque el Señor, que confió a los apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perdonar verdaderamente los pecados, “quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado” (Catecismo 982). No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar: “No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero” (Catech. R. 1, 11, 5).
Acudamos a la misericordia de Dios para dejar la falsedad del pecado y convertirnos a la verdad de Dios; para pronunciar nuestro “Amén”, nuestro sí confiado y total a Aquel que es el “Amén” definitivo, Jesucristo nuestro Señor (cf Ap 3,14).
Guillermo Juan Morado.
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