Rezar por la unidad de los cristianos
Es un cometido que nos concierne: orar para que se restablezca la unidad plena y visible de todos los cristianos. Puede parecer una utopía pero no lo es. Se trata de la voluntad de Cristo Nuestro Señor y, por consiguiente, de un deber nuestro, de una tarea que incluye, como primer paso, la conversión interior.
Cuando el Señor nos juzgue podrá demandarnos: ¿Qué has hecho a favor o en contra de la unidad? No hace falta ser un gran teólogo experto en ecumenismo ni un pastor de la Iglesia con responsabilidades especiales en ese campo. De la mayoría de nosotros no van a depender las grandes decisiones. Pero nadie puede sentirse dispensado de rezar, de pedir insistentemente, de suplicar.
Hay dos vías que confluyen en la unidad: la verdad y la caridad. No se puede recorrer una de ellas al margen de la otra, sino que hay que transitar las dos al mismo tiempo. A veces, hablando de la unidad, se emplea la fórmula “ni absorción ni fusión”. ¿Cómo me imagino yo el sentido de esa fórmula? Pues como si coincidiesen varios riachuelos – más grandes o más pequeños – que no pierden su condición por el hecho de desembocar en un gran río que, quizá en sus orígenes, era solo un pequeño río que se ha ido enriqueciendo con los caudales que provienen de sus afluentes, pero sin perder la continuidad que vincula el manantial de origen con la desembocadura en el mar.
Yo creo que la Iglesia Católica es ese pequeño río que tiene como origen, como Fundador y como fundamento a Jesucristo. Otros ríos, grandes o pequeños, pueden llegar a confluir con él. No van a perder, esos afluentes, su peculiaridad. Sus orillas seguirán siendo sus orillas y sus paisajes los suyos. Pero, sin dejar de ser lo que eran, pueden pasar a ser lo que no eran, partes integrantes del gran río que termina en el océano inmenso de Dios.
El Concilio Vaticano II no dudó a la hora de decir – refiriéndose a la tradición oriental -: “No hay que admirarse de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí” (UR 17).
La unidad está en Cristo, en la Palabra de Dios. Ese es el manantial, la fuente limpia de la que brota el agua. La Palabra se “plasma”, por decirlo de algún modo, en la Sagrada Escritura. Pero esta Escritura nunca ha estado disociada de la sucesión apostólica, que hace que la palabra no sea un texto muerto sino una palabra viva, que resuena hoy a través de la voz de los testigos. Junto al texto y a los que proclaman el texto está la “regula fidei”, la Tradición, como clave interpretadora que permite salvar la distancia entre el texto y el portavoz.
“Palabra, testigo y regla de fe”, ha repetido Benedicto XVI. La palabra de Dios es soberana, pero “el Señor confía su Palabra a los testigos y les encomienda su interpretación, […] que debe regirse siempre por la ‘regula fidei’ y por la seriedad de la Palabra” (Colonia, 19-8-2005).
La unidad de la Iglesia no ha desaparecido del mundo. El río sigue adelante y recorre, desde el principio, su cauce con más o menos afluentes. Pero ningún afluente tendrá necesidad de renegar de sus propios meandros. La unidad que se busca no reniega de la multiplicidad ni la multiplicidad debería renegar de la unidad.
Guillermo Juan Morado.
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