Doctor Evangélico
Es muy probable que, si hiciésemos una encuesta entre sus devotos, no todos sabrían responder a la pregunta: “¿Quién es el Doctor Evangélico?”. Porque devotos sí tiene San Antonio, aunque tal vez algunos de ellos no sepan que es Doctor de la Iglesia; en concreto, el “Doctor Evangélico”. “Evangélico” por el estilo de su vida y por el contenido de su predicación, que se alimentaba de la fuente de la Sagrada Escritura.
San Antonio de Padua, como suele ser llamado, ni era de Padua ni tenía como nombre de pila “Antonio”. Nació en Lisboa a finales del siglo XII y en Portugal se le conoce solo como “San Antonio de Lisboa”. ¡Ay del que se atreva a referirse a él de otro modo en el país vecino! Su nombre era Fernando. Formó parte de los canónigos regulares de San Agustín y, poco después de su ordenación sacerdotal, ingresó en la Orden de los frailes Menores.
Fray Antonio, ya franciscano, aspiraba a predicar el Evangelio en tierras del Islam, en el norte de África, pero no llegó a satisfacer ese deseo. Predicó, sin embargo, mucho y bien en Francia y en Italia, convirtiendo a muchos herejes. Para un hombre de la Edad Media las tierras del Islam era algo equivalente a lo que estaba más allá de la Cristiandad; pero la Providencia quiso hacerle comprender que no hace falta ir tan lejos, pues también dentro de la Cristiandad había “no cristianos” o, al menos, algunos cristianos que, por apartarse de la verdad de la fe, corrían el riesgo de dejar de serlo del todo.
La situación de San Antonio no es tan diferente de la nuestra. Gran cosa es convertir al infiel; es decir, anunciar a Jesucristo a quien no ha oído hablar de Él, pero no es menor tarea ayudar a los que de algún modo son cristianos a serlo plenamente. Los territorios de la misión no están solo fuera de nuestras fronteras, sino dentro. Hoy el límite no lo marca únicamente la herejía, en sentido propio, sino más bien la apostasía. Una apostasía silenciosa que se reviste de indiferencia, se secularismo, de cansancio de la vivencia de la fe.
San Antonio fue el primero que enseñó Teología en la Orden Franciscana. Quizá él mismo pensaba que “para qué”, habiendo, como había, tantos musulmanes que no profesaban la fe en Cristo. También hoy hay quien cree que dedicarse a la enseñanza de la Teología es una especie de lujo que, en vistas a la situación que nos toca vivir, resulta completamente superfluo. “Menos Teología, religión, religión”, dice, si mal no recuerdo, el protagonista de “San Manuel Bueno, mártir” de Unamuno.
Es verdad que las cosas, ahora, se dicen de otro modo: “Menos Teología, pastoral, pastoral”; es decir, “menos pensamiento, acción, acción”, como si pudiese existir una acción auténticamente pastoral privada de pensamiento. Seducidos por estos cantos de sirena corremos el riesgo de encontrarnos con una Iglesia muy activista, sin duda, pero privada (nunca del todo) de la capacidad de dar razones. Y la razón es una de las señales que muestran que el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Sin razones, el hombre, a la larga, no puede mantenerse en la fe. No en vano el Cristianismo es la religión del Logos y el hombre, posmoderno o no, es un “animal racional”, aunque con frecuencia el sustantivo predomine sobre el adjetivo.
San Antonio decía que el que está lleno del Espíritu Santo “habla diversas lenguas”. La afirmación nos remite a Pentecostés: hablaban, los que vivieron ese acontecimiento en diversas lenguas, y todos lograban entenderse porque todos proclamaban las maravillas de Dios.
Los Padres – alguno de ellos, al menos – interpretaba ese don de lenguas en sentido eclesiológico: La Iglesia habla todas las lenguas, porque en todas ellas se predica el Evangelio. Es una constatación que podemos hacer e incluso muchas gramáticas y diccionarios se crearon a raíz del esfuerzo de los misioneros por comunicar la Buena Nueva de Jesucristo en todas las lenguas.
Pero, a la facilidad de la palabra, San Antonio unía la elocuencia de las obras. Las diversas lenguas no son únicamente los diversos idiomas, sino también las diversas obras: la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia.
Ni solo la palabra, me atrevo a resumir, ni solo el ejemplo, sino ambas cosas. Ni solo el discurso racional ni solo el testimonio de vida, sino ambas cosas. Ni solo la Teología ni solo la acción aparentemente pastoral, sino ambas cosas.
A no ser que no queramos llegar, de verdad, a los que hoy viven más allá de nuestras fronteras e incluso renunciemos a mantener dentro de las mismas a los que todavía permanecen.
Guillermo Juan Morado.
6 comentarios
Lo que creo es que todo testimonio de vida o ejemplo personal está obligatoriamente sustentado sobre un buen discurso, sepa o no explicitarlo verbalmente el que lo testimonia. En San Antonio los dos aspectos debían ir muy ligados entre sí, pero, al parecer, era el testimonio de vida el que hacía a muchos reparar en sus palabras, aún habiéndolas despreciado antes.
Cómo debió ser su vida para merecer semejante título. La palabra, el ejemplo es la doble apertura de una misma actitud de donación y de amor. En efecto, son las dos caras de una misma moneda, pero qué difícil es ofrecer ya sólo una en tiempos hostiles. Sólo si se es verdaderamente "evangélico", como el santo, se puede alcanzar esa perfección de entrega. Como la misma Palabra de Dios, ella es verbo y ser, vivencia y convivencia, meditación y habitación, oración y acto (el inmortal ora et labora de los benedictinos). Nuevamente, gracias, D. Guillermo.
GJM. Un saludo, Eduardo.
GJM.Ok, gracias. Citaba de memoria.
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Todos podemos y debemso aspirar a ser santos. Y ahí están los santos, entre ellos san Antonio, para servirnos de modelos.
A lo que quizá no podemos aspirar todos es a ser grandes teólogos, a ser doctores eminentes, a ser lumbreras como el recientemente galardonado teólogo español Olegrario González de Cardenal.
Pero a formarnos debemos estar todos dispuestos; incluso obligados, dentro de las limitaciones y capacidades de cada uno. Y a tomar a esos grandes teólogos como maestros. Es una alegría ver a un teólogo español recibir un reconocimiento como el «Premio Ratzinger», una alegría que anima a leerlo y conocerlo más.
Tanto más obligados estamos a formarnos si tenemos alguna ocupación, por pequeñita que sea, en la pastoral de nuestras parroquias. Aunque sólo seamos catequistas de los sacramentos de iniciación de cuatro chavalitos de nueve años, estamos obligados a formarnos.
Para mí, como profesor de Teología, aunque yo no sea "teólogo", en el sentido grande de la palabra, es un motivo de satisfacción que a un teólogo de mi país le den ese premio, que no hace ni mejor ni peor su teología, pero que es un reconocimiento.
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