Oración y Transfiguración
Homilía para la Fiesta de la Transfiguración del Señor (Ciclo C)
Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar (cf Lc 9,28-36). En ese contexto de oración, “Cristo les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad”. Comentando el misterio de la Transfiguración, San Juan Damasceno dice que “la oración es una revelación de la gloria divina”. La majestad de Dios se transparenta en el cuerpo del Verbo encarnado, que se convierte así en sacramento del encuentro misterioso entre el Dios vivo y verdadero y el hombre que busca a Dios.
Cada uno de nosotros está llamado a experimentar este encuentro, subiendo a lo alto del monte de la humildad, donde el hombre es ensalzado por Dios. La comunión con Cristo, la mediación de su Cuerpo, no es un obstáculo para la relación viva con Dios, sino el cauce que Él mismo ha elegido para acercarse a nosotros. En el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible”. En su cuerpo eucarístico, el Señor nos eleva a la comunión con Él. Haciéndonos su Cuerpo, convirtiéndonos en su Iglesia, no sólo nos reúne en torno a Él, sino que nos unifica en Él.
Sólo la oración es capaz de suscitar la mirada de la fe, de despertar el recuerdo de Dios y la memoria del corazón, a fin de poder superar el escándalo que provocan en la mirada del mundo los caminos elegidos por Dios para salvarnos: el camino del ocultamiento en la Encarnación, el camino del dolor en la Cruz, la peregrinación de la Iglesia por la historia y el desafío de la muerte como acceso a la vida.
Transparentando en su carne la gloria de su divinidad, Cristo permite que el fondo alcance la forma, que lo oculto se haga, siquiera parcialmente, manifiesto. La luz nueva que proviene de Dios ilumina el Calvario, como un anticipo de la luz de la Pascua. Esa misma luz orienta el caminar de la Iglesia, que nunca se ve sumergida, pese a la oscuridad de nuestros pecados, en el abismo total, en la absoluta ausencia de la claridad divina.
La oración revela la dimensión última de las cosas y de los acontecimientos y hace brotar, en medio del abatimiento y de la amenaza de la muerte, la confianza filial. Al orar, la esperanza se expresa y se alimenta, pues contemplamos en Cristo el resplandor que brillará un día en todos aquellos que lo reconocen como Cabeza suya. La luz de la oración sostiene la vigilancia, la sobriedad del corazón, para no desear nada con más fuerza que a Dios.
Todo el misterio de la Transfiguración se cumple en la Pascua y se cumple también, subordinadamente, en María. En Ella se han cumplido ya todas nuestras esperanzas. Por eso emerge, en su gloriosa Asunción, como la Mujer “coronada de gloria y esplendor”, “rodeada y penetrada por la luz de Dios” (Benedicto XVI).
Unidos a María, esforcémonos, correspondiendo a la gracia, en el combate de la oración para “estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él” (Catecismo 2565). La nube que cubrió a los discípulos en lo alto de la montaña es un indicador de la presencia del Espíritu Santo. Es el Espíritu de Dios quien nos atrae al camino de la oración. Él llena nuestros corazones y enciende en ellos el fuego del amor a Dios.
Guillermo Juan Morado.
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