Dos fallecimientos

No es la finalidad de este blog hacer necrológicas. Pero, a veces, vienen a cuento. Esta mañana he estado en el funeral, celebrado en la Catedral de Tui, por un canónigo que había sido – en mis años de Bachillerato – mi profesor de Historia. Un hombre exuberante, generoso en kilos, en palabras y en bondad.

Recuerdo nuestra malicia de estudiantes. Se esforzaba Don José – así se llamaba – por explicarnos qué era un escorzo. Se trataba, nos decía, de una característica de la escultura barroca. Un alumno, que lo había entendido a la primera, pidió más explicaciones: “Don José, no acabo de entenderlo. Si pudiese usted hacerlo…”. Y Don José, con toda su humanidad, encaramado en la tarima del profesor, simuló un escorzo, emulando casi al Laooconte. No hace falta explicar que con gran regocijo de toda la clase. Él sabía, sin duda, de las aviesas intenciones que animaban la petición. Pero no le importaba hacernos reír. Un punto a su favor.

Sus conocimientos eran vastos. Su lenguaje, muy poco académico. En un examen de Historia de España formuló el tema que habríamos de desarrollar del siguiente modo: “Tinglado que montaron los españoles en las Indias”. Sabíamos de sobra que, con ese enunciado, nos invitaba a desarrollar la compleja organización administrativa implantada en América tras el Descubrimiento.

Otro sacerdote, reciente y trágicamente fallecido, era como la cruz o la cara, según se mire, del retrato de Don José. Me refiero a Don Manuel. Un párroco estricto, ascético, pero no menos humano. Al final, si alguien es bueno, da casi igual que sea muy simpático o muy contenido. Hay algo así como un radar que detecta la coherencia, la integridad, la ausencia de doblez.

Los dos sacerdotes – 67 y 70 años – estaban en activo, cada uno de ellos al frente de su parroquia, o parroquias, según el caso. Su muerte nos sorprendió, y sobrecogió, a todos. Pero nos ha permitido también constatar una evidencia: La gente quiere mucho, más de lo que pensamos, a sus curas. A sus buenos curas.

Yo creo que, si me muero mañana, pocos feligreses derramarían una lágrima, sin contar las de cocodrilo, que no hay razón para contar con ellas. Pero, por más que se denigre al “clero”, a la “Iglesia”, al “Vaticano”, y a todos los fantasmas que uno quiera mancillar, el radar sigue funcionando. Y descubre, aquí y allá, bondad y entrega. La muerte de estos compañeros me lo ha hecho ver una vez más.

Guillermo Juan Morado.