Vivir en la esperanza
San Pablo, en la Carta a los Romanos, nos invita a vivir en la esperanza, engendrada por la fe y sostenida por la acción del Espíritu Santo en nuestro interior.
El don de la fe, que hemos recibido, garantiza y prueba aquello que esperamos (cfr. Heb 11,1). El Espíritu Santo, que mueve nuestro corazón y lo dirige a Dios, que abre los ojos del alma y nos concede el gusto de aceptar y creer la verdad (cfr. DV 5), hace posible y anima la esperanza.
El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad para que podamos descubrir en la Cruz de Cristo la manifestación del misterio de Dios Salvador, que es el objeto de la fe y de la esperanza.
La Cruz resume el fracaso de toda utopía intramundana, se alza en el camino de los hombres como piedra de escándalo de todo proyecto de futuro y juzga, con su elocuente silencio, la vanidad de toda falsa esperanza.
En la Cruz Dios hace converger todas las cosas para bien de aquellos que lo aman. La Cruz es el verdadero árbol de la ciencia, donde se revela en el tiempo el conocimiento eterno de Dios: a los que conoció de antemano, también los predestinó a reproducir en sí mismos la imagen de su Hijo, a fin de que éste sea primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29). Sólo desde la Cruz es posible esperar lo que no vemos y aguardar con paciencia tolerante.
La Cruz es verdadera prenda de esperanza. Podemos esperar porque en la Cruz se realiza realmente en la historia el misterio escondido del amor de Dios; misterio de llamada y de predestinación; misterio de justificación y glorificación.
La esperanza, que brota de la Cruz, verdadero Árbol de la Vida, excede toda esperanza humana. Sólo el Espíritu de Dios - el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos (Rom 8, 11)- puede suscitarla y mantenerla en nuestro interior. Es Él quien intercede por nosotros con gemidos inefables y quien inspira y vivifica en nuestros corazones la verdadera esperanza que se apoya únicamente en Dios.
La Iglesia, animada por el Espíritu Santo, es el auténtico sujeto de la esperanza. Ella es la Esposa creyente, que sabe que no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste (LG 48). Ella espera por el mundo y para el mundo. Su esperanza no descansa en sí misma, sino en Aquél que fue levantado sobre la tierra y que atrajo a todos hacia sí (Jn 12, 32).
Para esperar por el mundo y para el mundo, la Iglesia invoca al Espíritu divino que le permite descubrir siempre de nuevo en el Primogénito de muchos hermanos la imagen perfecta del Padre.
En el altar de la Eucaristía se renueva, por la acción del Espíritu, el misterio salvador de la Cruz. Qué este mismo Espíritu nos haga descubrir la presencia del Señor glorioso en la humildad del Sacramento, que es prenda de la esperanza y alimento para el camino (cfr. GS 38). Ante Cristo que se nos da en la comunión podemos repetir sin palabras: “In te, Dómine, sperávi; non confúndar in aetérnum".
Guillermo Juan Morado.
2 comentarios
Es así, no imagino otras palabras más precisas con que pueda resumirse por qué un cristano puede vivir (y morir) en la esperanza, a pesar del mal, a pesar del dolor, a pesar de todo lo que al mundo le hace deseperar.
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