Aprovechando la fiesta de la Santísima Trinidad publico estas reflexiones.
Dice Walter Kasper en su libro “El Dios de Jesucristo”:
“Al igual que en los salmos de lamentación, muchos se preguntan: ¿por qué el sufrimiento de los inocentes? Si Dios es omnipotente y bondadoso, ¿cómo puede permitir todo eso? ¿Por qué no interviene? Tampoco la doctrina de la Trinidad puede responder fácilmente a estas preguntas, pero sí que puede arrojar algo de luz en la oscuridad y ayudar a soportarla. Puede mostrar que el amor siempre implica renuncia. Por eso, el amor y el sufrimiento, más aún, el amor y la muerte forman una unidad, como siempre ha sabido la gran literatura. Por lo que respecta a la vida intratrinitaria, esto significa que las personas divinas –cada una de las cuales es infinita– deben dejarse espacio unas a otras por amor. El amor trinitario tiene, por consiguiente, naturaleza kenótica; y cabalmente en este modo kenótico de existencia es Dios él mismo como amor. Desde semejante concepción kenótica de la Trinidad resulta comprensible la cruz como revelación suma del amor de Dios. La concepción kenótica de la Trinidad le permite en cierto modo a Dios identificarse en la cruz con lo más ajeno a él, con el pecador que ha merecido la muerte, e ingresar en lo contrario de su ser, en la noche de la muerte.” (pp. 23 – 24)
“La teología de los siglos XIX y XX es el ambicioso intento de reinterpretar el concepto de Dios y su inmutabilidad desde esta confesión o, más exactamente, desde la cruz de Jesús, a fin de volver a poner así de relieve la concepción bíblica del Dios de la historia. (…) La encarnación de Dios alcanza en la cruz su meta de sentido. De ahí que todo el acontecimiento Cristo deba ser entendido desde la cruz. En la cruz acontece en su radicalidad última el amor autoenajenante de Dios. La cruz es lo más extremo a lo que puede llegar Dios en ese amor en el que se da a sí mismo como don; es el «id quo maius cogitari nequit» (aquello mayor que lo cual nada puede ser concebido), la ya insuperable autodefinición de Dios. Por eso, esta autoenajenación no es una autorrenuncia ni una autodesdivinización de Dios. El amor de Dios revelado en la cruz es más bien expresión de la incondicional fidelidad de Dios a su promesa. Del Dios vivo de la historia hay que afirmar que, justo en cuanto Dios de la historia, se mantiene fiel a sí mismo y no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tim 2,13). De ahí que la cruz no sea una desdivinización de Dios, sino una revelación del Dios divino. Cabalmente en la insondabilidad de su dadivoso amor se pone de manifiesto que él es Dios, no hombre (cf. Os 11,9) De ese modo, para la Biblia, la revelación de la omnipotencia divina y la revelación del amor divino no se contraponen. Dios no necesita despojarse de su omnipotencia para revelar su amor. Al contrario, hace falta omnipotencia para poder entregarse y regalarse a sí mismo, así como para retirarse al donar y respetar la independencia y la libertad del receptor. «Por eso, la omnipotencia de Dios es su bondad. Pues la bondad consiste en dar por entero, pero de modo tal que uno, retirándose poco a poco, haga independiente al receptor…. Lo incomprensible es que la omnipotencia puede producir no solo lo más imponente: la totalidad visible del mundo, sino lo más frágil: un ser independiente de la omnipotencia». Con ello hemos llegado al punto decisivo: la autoenajenación de Dios, su impotencia y su sufrimiento no son expresión de deficiencia, como en los seres finitos, ni tampoco de una necesidad fatal. Si Dios sufre, lo hace de modo divino, y esto significa que su sufrimiento es expresión de su libertad; a Dios no le afecta el sufrimiento, sino que se deja afectar por él. A diferencia de la criatura, no sufre por deficiencia de ser, sino por amor y a causa de su amor, que es la sobreabundancia de su ser. Atribuir a Dios devenir, sufrimiento y movimiento no significa, pues, convertirlo en un Dios en devenir que solo a través de este alcanza la plenitud de su ser: semejante tránsito de la potencia al ser queda excluido en el caso de Dios. Atribuir a Dios devenir, movimiento y sufrimiento supone concebir a Dios como plenitud de ser, pura actualidad, sobreabundancia de vida y de amor. Porque es la omnipotencia del amor, Dios puede permitirse, por así decir, la impotencia del amor; está en condiciones de exponerse al sufrimiento y a la muerte sin sucumbir en ellos. Solo así puede redimir nuestra muerte mediante su propia muerte.”
(KASPER, Walter, El Dios de Jesucristo, pp. 276 – 277)
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