En la festividad de San Agustín
En honor del “Doctor de la Gracia” en el día de su fiesta litúrgica, copiamos aquí una larga selección de textos del “De praedestinatione sanctorum”, de San Agustín, y hacemos al final unas pocas observaciones.
“Demostraremos, pues, primeramente que la fe, por la que somos cristianos, es un don de Dios; y lo probaremos, a ser posible, con mayor brevedad de la que hemos empleado en tantos otros y tan abultados volúmenes. Pero, ante todo, juzgo que debo responder a todos aquellos que afirman que los testimonios que he aducido acerca de este misterio solamente tienen valor para probar que la fe procede de nosotros y que únicamente el aumento de ella es debido a Dios; como si no fuese El quien nos da la fe, sino que ésta es aumentada por El en nosotros en virtud de algún mérito que empezó por nosotros. Mas si la fe, con que empezamos a creer, no se debe a la gracia de Dios, sino que más bien esta gracia se nos añade para que creamos más plena y perfectamente, por lo cual primero ofrecemos nosotros a Dios el principio de nuestra fe, para que nos retribuya El luego lo que de ella nos falta o cualquiera otra gracia de las que por medio de la fe pedimos, tal doctrina no difiere en nada de la proposición que el mismo Pelagio se vio obligado a retractar en el concilio de Palestina, coniforme lo testifican sus mismas actas, cuando dijo “que la gracia de Dios nos es dada según nuestros méritos“.
Mas ¿por qué no hemos de escuchar nosotros contra esta doctrina aquellas palabras del Apóstol: Quién es el que le dio a El primero alguna cosa para que pretenda ser por ello recompensado? Todas las cosas son de Él, y todas son por El, y todas existen en El. Porque ¿de quién, sino de Él, puede proceder el mismo principio de la fe? Pues no se debe decir que de Él proceden todas las demás cosas, exceptuada solamente ésta; sino que de Él, y por El, y en El son todas las cosas. ¿Quién dirá que el que ya ha empezado a creer no tiene ningún mérito de parte de aquel en quien cree? De ahí resultaría que al que de esta manera previamente merece, todas las demás gracias se le añadirían como una retribución divina, y, por lo tanto, la gracia de Dios nos sería concedida según nuestros méritos; mas para que tal proposición no fuese condenada, la condenó ya el mismo Pelagio.
(…)
Y así, recomendando aquella gracia que no es dada en virtud de algún mérito anterior, sino que es ella la causa de todos los buenos méritos, dice: No porque seamos capaces por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad viene de Dios. Fijen aquí su atención y ponderen debidamente estas palabras los que piensan que procede de nosotros el principio de la fe, y de Dios solamente el aumento de ella.
Pues ¿quién no ve que primero es pensar que creer? Nadie, en efecto, cree si antes no piensa que se debe creer. Y aunque a veces el pensamiento precede de una manera tan instantánea y vertiginosa a la voluntad de creer, y ésta le sigue tan rápidamente que parece que ambas cosas son simultáneas, no obstante, es preciso que todo lo que se cree se crea después de haberlo pensado. Y eso aunque el mismo acto de fe no sea otra cosa que el pensar con asentimiento. Porque no todo el que piensa cree, como quiera que muchos piensan y, sin embargo, no creen. Pero todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando.
Luego si nosotros, por lo que respecta a la religión y a la piedad —de la cual habla el Apóstol—, no somos capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios, cierto es absolutamente que no somos tampoco capaces de creer cosa alguna como de nosotros mismos, no siendo esto posible si no es por medio del pensamiento; sino que nuestra capacidad, aun para el comienzo de la fe, proviene de Dios. Por tanto, así como nadie se basta a sí mismo para comenzar o consumar cualquiera obra buena —lo cual admiten ya estos hermanos, como lo manifiestan vuestros escritos—, así resulta que nuestra capacidad, tanto en el principio como en el perfeccionamiento de toda obra buena, proviene de Dios; del mismo modo, nadie se basta a sí mismo para el comienzo y perfeccionamiento en la fe, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula y porque no somos capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios.
Se ha de evitar, pues, ¡oh hermanos amados del Señor!, que el hombre se engría contra Dios, afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa divina. ¿Por ventura no le fue prometida a Abrahán la fe de los gentiles, lo cual creyó él plenamente, dando gloria a Dios, que es poderoso para obrar todo lo que ha prometido? El, por tanto, que es poderoso para cumplir todo lo que promete, obra también la fe de los gentiles. Por consiguiente, si Dios es el autor de nuestra fe, obrando en nuestros corazones por modo maravilloso para que creamos, ¿acaso se ha de temer que no sea bastante poderoso para obrar la fe totalmente, de suerte que el hombre se arrogue de su parte el comienzo de la fe para merecer Bolamente el aumento de ella de parte de Dios?
Tened muy en cuenta que si alguna cosa se obra en nosotros de tal manera que la gracia de Dios nos sea dada por nuestros méritos, tal gracia ya no sería gracia. Pues en tal concepto, lo que se da no se da gratuitamente, sino que se retribuye como una cosa debida, ya que al que se cree le es debido el que Dios le aumente la fe, y de este modo la fe aumentada no es más que un salario de la fe comenzada. No se advierte, cuando tal cosa se afirma, que esa donación no se imputa a los que creen como una gracia, sino como una deuda.
(…)
No sentía así aquel humilde y piadoso Doctor —me refiero al muy bienaventurado San Cipriano— cuando decía: “En ninguna cosa debemos gloriarnos, porque ninguna cosa es nuestra“. Para demostración de lo cual alegó el testimonio del Apóstol, que dice: Porque ¿qué tienes tú que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido? Por cuyo testimonio singularmente yo mismo me persuadí del error en que me encontraba, semejante al de estos hermanos, juzgando que la fe, por la cual creemos en Dios, no era un don divino, sino que procedía de nosotros, como una conquista nuestra mediante la cual alcanzábamos los demás dones divinos por los que vivimos sobria, recta y piadosamente en este mundo.
No consideraba que la fe fuera prevenida por la gracia, de suerte que por ésta nos fuese otorgado todo lo que convenientemente pedimos, sino en cuanto que no podríamos creer sin la predicación previa de la verdad; mas en cuanto al asentimiento o creencia en ella, una vez anunciado el Evangelio, juzgaba yo que era obra nuestra y mérito que procedía de nosotros. Este error mío está bastante manifiesto en algunos opúsculos que escribí antes de mi episcopado. Entre los cuales se halla el que citáis vosotros en vuestras cartas, en el cual hice una exposición de algunas sentencias de la Epístola a los Romanos.
Pero habiendo revisado últimamente todos mis escritos para retractarme de mis errores, y haciendo esta retractación, de cuya obra ya tenía concluidos los dos volúmenes, cuando yo recibí vuestros escritos más extensos, al censurar aquel opúsculo en el primero de dichos volúmenes, he aquí el modo en que me expresé: “Y disputando también sobre lo que Dios podría elegir en el que aun no había nacido, al cual dijo que serviría el mayor, y del mismo modo, qué podría reprobar en el mayor, cuando tampoco había nacido —a los cuales hace referencia, aunque escrito mucho más tarde, este testimonio de un profeta: Yo amé más a Jacob y aborrecí a Esaú—; llegué en mis razonamientos hasta afirmar lo siguiente: “No eligió Dios, por tanto, las obras que El mismo había de realizar en cada uno según su presciencia, sino la fe, de modo que conociendo por su presciencia al que había de creer, a éste escogió, al cual donaría su Santo Espíritu para que por medio de las buenas obras consiguiese la vida eterna".
Aún no había yo inquirido con toda diligencia ni averiguado en qué consiste la elección de la gracia, de la cual dice el Apóstol: Algunos pocos se han salvado por la elección de su gracia. La cual ciertamente no sería gracia si le precediera algún mérito; pues lo que se da no como gracia, sino como deuda, más bien que donación es retribución de algún merecimiento. Por consiguiente, lo que dije a continuación: Pues dice el mismo Apóstol que Dios es el que obra todas las cosas en todos, siendo así que nunca se ha dicho: “Dios cree todas las cosas en todos", y lo que después añadí: “Luego lo que creemos es mérito nuestro, mas di obrar bien es de aquel que da el Espíritu Santo a los que creen", de ninguna manera lo hubiera yo dicho si ya entonces hubiera sabido que ‘también la fe es uno de los dones de Dios que nos son dados por el Espíritu Santo. Ambas cosas las realizamos nosotros por el consentimiento del libre albedrío; y ambas cosas, no obstante, nos son dadas también por el Espíritu de fe y de caridad. Pues no solamente la caridad, sino, como está escrito, Caridad y fe de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo. También lo que afirmé poco más adelante: “que nuestro es el creer y el querer, mas de Dios el dar a los que creen y quieren el poder obrar bien por el Espíritu Santo, por quien la caridad ha sido derramada en nuestros corazones"; esto ciertamente es verdadero; pero, según la misma norma, ambas cosas provienen de Dios, porque El dispone la voluntad, y ambas cosas son nuestras, porque no se realizan sin nuestro consentimiento. Y así lo que también dije después: “Que ni el querer podemos, si no somos llamados; y cuando, después de ser llamados, hubiéremos dado nuestro consentimiento, aun entonces, no basta nuestro querer ni nuestro caminar si Dios no concede sus auxilios a los que caminan, conduciéndolos a donde los llama"; y lo que añadí finalmente: “Está manifiesto, por tanto, que no del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia, proviene el que podamos obrar bien"; todo esto es absolutamente verdadero.
Mas acerca de la vocación o llamamiento, que es conforme al designio divino, diserté con mucha brevedad. Porque no es tal el llamamiento que se hace de todos, sino solamente el de los elegidos. De aquí lo que afirmé poco después: “Así como en los que Dios elige no son las obras, sino la fe, el principio del mérito, para que por el don de Dios se pueda obrar el bien, así en los que condena, la incredulidad y la impiedad son el principio del merecimiento del castigo, para que este mismo castigo sea causa de que ejecuten el mal". Mucha verdad dije en todo esto; pero que el mismo merecimiento de la fe fuese también un don de Dios, esto ni lo dije ni juzgué por entonces que debía investigarse.
También aseguré en otro lugar: El hace obrar el bien a aquel de quien tiene misericordia y abandona en el mal a aquel a quien resiste. Pero tanto aquella misericordia se atribuye al mérito precedente de la fe como este endurecimiento a la precedente iniquidad. Lo cual es indudablemente verdadero. Pero aun debía investigarse si también el merecimiento de la fe proviene de la misericordia de Dios, esto es, si esta misericordia se verifica en el hombre porque cree o cree ponqué se efectúa antes en él esta misericordia. Pues leemos lo que nos dice el Apóstol: He conseguido del Señor la misericordia de ser fiel; no dice porque era fiel. Al que es fiel se concede, por tanto, esta misericordia, pero también se le concede para que sea fiel. Y así, con toda exactitud afirmé en otro lugar del mismo libro: “Porque si no es por las obras, sino por la misericordia de Dios, como somos llamados a la fe y por la que se nos concede a los creyentes el obrar bien, tal misericordia no debe rehusarse a los mismos gentiles, si bien es cierto que no apliqué allí toda mi diligencia para estudiar cómo se verifica ese llamamiento en conformidad con los designios de Dios".
Ya veis lo que en aquel tiempo pensaba acerca de la fe y de las buenas obras, aunque mi esfuerzo se dirigía a recomendar la gracia de Dios. La misma doctrina veo que profesan ahora esos hermanos nuestros, quienes, habiéndose interesado por la lectura de mis libros, no se han interesado tanto en sacar de ellos conmigo el fruto conveniente. Porque, si lo hubiesen procurado, hubieran hallado resuelta esta cuestión, conforme a la verdad de las divinas Escrituras, en el primero de los dos libros que, en el comienzo de mi episcopado, dediqué a la feliz memoria de Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio. A no ser que, por caso, no los hayan visto; si así es, procurad que lleguen a sus manos para que los conozcan.
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La segunda cuestión de este primer libro comprende desde aquel pasaje donde dice: No sólo esto, sino también Rebeca, que concibió de una vez dos hijos de Isaac, nuestro padre, hasta donde dice: Si el Señor de los ejércitos no hubiera conservado a algunos de nuestro linaje, quedáramos como los de Sodoma y semejantes a los de Gomorra. Para resolver esta cuestión se ha trabajado, en efecto, por el triunfo del libre albedrío de la voluntad humana; pero es indudable que venció la gracia de Dios. Y no podía llegarse a otra conclusión, entendiendo bien lo que con toda verdad y evidencia afirma el Apóstol: Porque ¿quién es el que te da ventaja sobre nosotros? O ¿qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? Y si la has recibido, ¿de qué te glorías como si no la hubieras recibido? Declarando lo cual, el mártir Cipriano lo expresó cabalmente con este mismo título, diciendo: “En ninguna cosa debemos gloriarnos, porque ninguna cosa es nuestra". Ved aquí por qué dije más arriba que principalmente por este testimonio del Apóstol me había convencido yo mismo acerca de esta materia, sobre la cual pensaba de manera tan distinta, inspirándome el Señor la solución cuando, como he dicho, escribía al obispo Símpliciano. Porque este testimonio del Apóstol, en que, para refrenar la soberbia del hombre, se dice: ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido?, no permite a ningún creyente decir: “Yo tengo fe y no la he recibido de nadie". Pues con estas palabras del Apóstol sería totalmente abatida la hinchazón de semejante respuesta. M tampoco le es lícito a nadie decir: “Aunque no tenga la fe perfecta o total, tengo, no obstante, el principio de ella, por el cual primeramente creí en Jesucristo“. Porque también aquí le será respondido: ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? Y si la has recibido, ¿de qué te glorías como si no la hubieras recibido?
Mas lo que esos hermanos piensan, esto es, “que acerca de la fe inicial no puede decirse: ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido?“, porque esta fe se conserva aún en la misma naturaleza, que se nos dio sana y perfecta en el paraíso, aunque ahora está viciada, no tiene valor alguno para lo que pretenden demostrar, si se considera la razón por la que habla el Apóstol.
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Ahora bien: sería del todo absurdo —a lo que yo entiendo— suponer que en este clarísimo propósito del Apóstol, por el que se combate la humana soberbia, a fin de que nadie se gloríe en el hombre, sino en el Señor, se insinúan los dones divinos meramente naturales, bien se entienda aquella naturaleza cabal y perfecta que fue dada al hombre en su primitivo estado o bien cualquier otro vestigio de esta naturaleza viciada.
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Adjudíquese, enhorabuena, a la naturaleza esa gracia, por la cual somos animales racionales y que nos da ventaja sobre los brutos; y adjudíquese también a la naturaleza esa gracia, por la cual los tipos hermosos se aventajan a los deformes; los hombres de agudo entendimiento, a los de entendimiento tardo, y así otras cualidades semejantes; mas aquel que era recriminado por el Apóstol no se engreía ciertamente contra ningún irracional ni contra otro hombre por causa de alguna gracia natural que en él pudiera existir, aunque fuese de ínfimo valor; sino que hinchábase vanamente, no atribuyendo a Dios alguno de los dones pertenecientes a la vida santa, siendo entonces cuando mereció escuchar esta reprensión: ¿Pues quién es el que te da ventaja? ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido?
Y aunque sea un don de la naturaleza el poder tener la fe, ¿acaso lo es también el tenerla? Porque la fe no todos la tienen, siendo así que es propio di; todos el poder tenerla. Porque no dice el Apóstol: “¿Qué cosa puedes tú tener que no hayas recibido el poder tenerla?", sino que dice: ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? Por tanto, el poder tener la fe, como el poder tener la caridad, es propio de la naturaleza del hombre; mas el tener la fe, del mismo modo que el tener la caridad, sólo es propio de la gracia en los que creen. Y así, la naturaleza, en la que nos fue dada la capacidad de tener la fe, no da ventaja a un hombre sobre otro, mas la fe da ventaja al creyente sobre el incrédulo. Y por eso, cuando se dice: ¿Quién es el que te da ventaja? ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido?, ¿quién osará decir: “Yo tengo la fe por mis propios méritos y no la he recibido de nadie?” Este tal contradiría por completo a esta verdad evidentísima, no porque el creer o el no creer no pertenezca al albedrío de la voluntad humana, sino porque la voluntad humana es preparada por el Señor en los elegidos. Y, por tanto, a la esfera de la fe, que reside en la voluntad, corresponde también lo que dice el Apóstol: Porque ¿quién es el que te da ventaja? ¿Y qué cosa tienes tú que no la hayas recibido?
“Muchos son los que oyen la voz de la verdad, pero unos la creen y otros la contradicen. Luego unos quieren creer, mas los otros no quieren". ¿Quién es el que esto ignora? ¿Quién el que lo puede negar? Pero como el Señor es quien prepara la voluntad en los unos y en los otros no, debe distinguirse muy bien qué es lo que proviene de su misericordia y qué de su justicia. He aquí que dice el Apóstol: Israel, que buscaba la justicia, mas no por la fe, no la ha hallado; pero la han hallado aquellos que han sido escogidos por Dios, habiéndose cegado todos los demás, según está escrito: “Lea ha dado Dios hasta hoy día en castigo de su rebeldía un espíritu de necedad y contumacia, ojos para no ver y oídos para no oír". David dice también: Venga a ser para ellos su mesa un lazo donde queden cogidos y una piedra de escándalo, y eso en justo castigo suyo. Obscurézcanse sus ojos de tal modo que no vean y haz que sus espaldas estén cada vez más encorvadas hacia la tierra.
He aquí patentes la misericordia y el juicio de Dios; la misericordia en la elección, que logró alcanzar la justicia; el juicio, en cambio, en los que fueron endurecidos en su ceguera. Y no obstante, aquéllos, porque quisieron, creyeron; éstos, porque no quisieron, no creyeron. La misericordia y la justicia se han verificado en las mismas voluntades. Esta elección es, pues, obra de la gracia, no ciertamente de los propios méritos. Ya antes el Apóstol había dicho: Pues así también en el tiempo presente se han salvado algunos pocos, que han sido reservados por Dios según la elección de su gracia. Y si por gracia, claro está que no por obras; de otra suerte, la gracia no sería gracia. Gratuitamente, por tanto, han conseguido la elección los que la han conseguido, no precediendo ningún mérito de ellos, de suerte que dieran antes alguna cosa por la que les fuese retribuida; gratuitamente los hizo salvos. Los otros, en cambio, que se endurecieron en su ceguera —lo que allí mismo no se oculta—, fueron reprobados en castigo de su contumacia. Misericordia y verdad son todos los caminos del Señor. Pero son investigables sus caminos. Por tanto, ininvestigables son también la misericordia, por la cual gratuitamente salva, y la verdad, por la que justamente condena.
Pero por ventura nos argüirán: “El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe“. Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Dijéronle, pues, los judíos: "¿Qué es lo que haremos para ejercitarnos en obras del agrado de Dios?” Respondióles Jesús: “La obra agradable a Dios es que creáis en aquel que os ha enviado“. De esta manera distingue el Apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el Apóstol: De pura gracia habéis sido hechos salvos por medio de la fe, y esto no proviene de vosotros, sino que es un don de Dios; esto es, y lo que dije: “por medio de la fe", no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. Ni tampoco —dice— en virtud de las obras, para que nadie se gloríe.
Porque suele decirse: “Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyese". Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no hubiese creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si el Señor no edificare su casa, en vano trabajan los que la edifican.
Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: “La fe —dicen— es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia”, como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio —diré mejor— no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.
Por eso el mismo Jesucristo, único Maestro y Señor de todos, después de haber dicho lo que antes recordé: La abra agradable a Dios es que creáis en aquel que Él ha enviado, añadió en el mismo discurso: Ya os lo he dicho que vosotros me habéis visto (obrar milagros), y, sin embargo, no habéis creído. Todos los que me da el Padre vendrán a mí. ¿Qué quiere decir vendrán a mí sino creerán en mi? Más el que esto se efectúe es el Padre quien lo concede, y así dice poco más adelante: No andéis murmurando entre vosotros; nadie puede venir a mí si el Padre, que me envió, no le trajere, y yo le resucitaré en el último día. Escrita está en los profetas: “Todos serán enseñados por Dios"‘, Cualquiera, pues, que ha escuchado al Padre y aprendido su doctrina viene a mí. ¿Qué significa cualquiera que ha escuchado al Padre viene a mi sino que “ninguno hay que escuche al Padre y aprenda su doctrina que no venga a mi?» Porque si cualquiera que ha escuchado al Padre y aprendido su doctrina viene, luego el que no viene no ha escuchado al Padre ni aprendido su doctrina. Porque si le hubiese escuchado y la hubiera aprendido, vendría. Pues ninguno le escuchó y aprendió de El que no viniese, sino que —como dice la misma verdad— todo el que le ha escuchado y aprendido, de El viene.
Ciertamente está muy lejos de los sentidos corporales esta disciplina o escuela en que el Padre enseña y es escuchado para que se venga al Hijo. Allí está, además, el mismo Hijo, puesto que es su Verbo, por quien de esta manera enseña; lo cual no hace por medio de los oídos del cuerpo, sino del alma. Y está también allí juntamente el Espíritu del Padre y del Hijo, pues este mismo Espíritu no deja tampoco de enseñar ni enseña separadamente. Porque sabemos que son inseparables las obras de la Trinidad. El es, en verdad, el Espíritu Santo, de quien dice el Apóstol: Teniendo todos un mismo Espíritu de fe. Pero se atribuye principalmente al Padre esta enseñanza, porque de Él es engendrado el Unigénito y de El procede él Espíritu Santo; mas sería prolijo dilucidar esto aquí más ampliamente, y creo, por otra parte, que habrá llegado ya a vuestras manos mi obra en quince libros acerca de la Santísima Trinidad.
Muy lejos está —repito— de los sentidos corporales esta escuela, en la que Dios enseña y es escuchado. Nosotros vemos que muchos vienen al Hijo, puesto que vemos que muchos creen en Jesucristo, pero no vemos cómo ni dónde hayan escuchado al Padre y aprendido de Él. Esta es, ciertamente, una gracia secretísima; pero que tal gracia existe, ¿quién lo podrá poner en duda? Esta gracia, en efecto, que ocultamente es infundida por la divina liberalidad en los corazones humanos, no hay corazón, por duro que sea, que la rechace. Pues en tanto es concedida en cuanto que destruye, ante todo, la pertinacia del corazón. Por eso, cuando el Padre enseña y es escuchado interiormente para que se venga al Hijo, destruye el corazón lapídeo y le convierte en compasivo y tierno, conforme lo prometió por la predicación del profeta. Así es ciertamente cómo forma a los hijos de la promesa y labra los vasos de misericordia, que preparó para gloria suya.
¿Por qué, pues, no enseña a todos para que vengan a Jesucristo sino porque a los que enseña, por su misericordia les enseña, y a los que no enseña, por su justicia no les enseña? Así, pues, de quien quiere se compadece y a quien quiere endurece. Pero se compadece, prodigando beneficios, y endurece, como retribución de los vicios. O si, por ventura, estas palabras, como algunos han querido más bien interpretar, se refiriesen solamente a aquel con quien habla el Apóstol, diciéndole: Pero tú me dirás…, para que se entendiese que era él quien había dicho: Así, pues, de quien quiere se compadece y a quien quiere endurece, del mismo modo que lo que sigue, a saber: Pues ¿cómo es que Dios se querella todavía? Porque ¿quién puede oponerse a su voluntad?, ¿acaso a esto respondió el Apóstol: “¡Oh hombre!, falso es lo que has dicho"? No, sino que respondió: ¿Quién eres tú, ¡oh hombre!, para reconvenir a Dios? Por ventura dice la pieza de barro al que la modeló: “¿Por qué me hiciste así?” ¿Pues qué? ¿No tiene potestad el alfarero para hacer de una misma masa de barro?…, con lo demás que sigue y que vosotros conocéis perfectamente.
No obstante, el Padre enseña en cierto modo a todos para que vengan a su Hijo. Pues no está escrito vanamente en los profetas: Y todos serán enseñados por Dios. Y después de haber aducido este testimonio, se añade seguidamente: Todo el que ha escuchado al Padre y aprendido su doctrina viene a mí. Porque así como de un maestro que enseña solo en una ciudad decimos con entera verdad: “Este es el que enseña aquí a todos", no porque todos vengan a aprender con él, sino porque ninguno de los que allí aprenden aprende si no es de él, del mismo modo, con toda razón decimos que Dios enseña a todos que vengan a Jesucristo no porque todos vengan, sino porque nadie puede venir de otra manera.
Mas en cuanto al porqué no enseña Dios a todos, nos declaró ya el Apóstol lo que le pareció suficiente: porque queriendo mostrar en unos su justo enojo y hacer patente su poder, sufre con inmensa paciencia a los que son vasos de ira, dispuestos para la perdición, a fin de manifestar las riquezas de su gloria en los que son vasos de misericordia, a quienes El preparó para gloria suya. Por eso, la palabra de la cruz, para los que perecen, es una insensatez, mas para los que se salvan es una fuerza de Dios. Y estos solos son todos a los que Dios enseña para que vengan a Cristo, estos solos los que quiere que se hagan salvos y que vengan al conocimiento de la verdad. Pues si hubiera querido enseñar también, para que viniesen a Cristo, a todos aquellos otros que tienen por insensatez la predicación de la cruz, sin duda alguna que ellos también vendrían. Porque no puede engañarse ni engañar el que dice: Todo el que ha escuchado al Padre y aprendido su doctrina, viene a mí. Ni pensar, por consiguiente, que deje de venir alguno que haya escuchado al Padre y aprendido su doctrina.
“Y ¿por qué —preguntan— no enseña a todos?” Si decimos que aquellos a quienes no enseña no quieren aprender, se nos replicará: “¿Cómo se cumple entonces lo que se dice en el Salmo: ¡Oh Dios!, volviendo tú el rostro hacia nosotros, nos darás vida? O si es que Dios no da el querer a los que no quieren, ¿con qué fin, según el precepto del mismo Señor, ora la Iglesia por sus perseguidores? Pues así también le plugo a San Cipriano interpretar lo que decimos en el padrenuestro: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo; es decir, así como se cumplo tu voluntad en aquellos que ya han creído, y que son como el cielo, así también se haga en aquellos que no creen, por lo cual son todavía tierra. Pues ¿por qué pedimos por los que no quieren creer sino para que Dios obre en ellos el querer?
Acerca de los judíos, dice claramente el Apóstol: Es cierto, hermanos, que siento en mi corazón un singular afecto a Israel, y pido muy de veras a Dios su salvación. ¿Qué es lo que pide por los que no creen sino que crean? Pues no do otro modo pueden conseguir la salvación. Por tanto, si la fe de los que oran es la que dispone para la gracia de Dios, ¿cómo la fe de aquellos por quienes se pide que crean podría prevenir a dicha gracia? Cuando lo que se pide por ellos es precisamente esto: que les sea concedida la fe que no tienen.
Por eso, cuando se predica el Evangelio, unos creen y otros no creen; porque los que creen, cuando suenan exteriormente las palabras del predicador, escuchan interiormente la voz del Padre y aprenden de Él; mas los que no creen, aunque oyen exteriormente, no escuchan ni aprenden interiormente; es decir, a unos se les concede el creer y a los otros no se les concede. Porque nadie —dice— puede venir a mí si el Padre, que me envió, no le trajere. Lo cual más claramente se dice después. Porque hablando un poco más adelante de dar a comer su carne y a beber su sangre, y como algunos de sus discípulos dijesen: "Dura es esta doctrina, ¿y quién puede escucharla?", Jesús, sabiendo por sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, díjoles: “¿Esto os escandaliza?” Y poco después añade: Las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son; pero entre vosotros hay algunos que no creen. Porque sabía Jesús —agrega a continuación el evangelista— desde el principio quiénes eran los que no creían y quién le había de entregar. Y decíales: “Por esta causa os he dicho que nadie puede venir a mí si no le fuere concedido por mi Padre”. Luego ser atraído por el Padre, escucharle y aprender de Él para venir a Cristo no es otra cosa que recibir del Padre el don de la fe para creer en Cristo. Y así, el que dijo: Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no le trajere, no distinguió a los que escuchaban de los que no escuchaban, sino a los que creían de los que no creían.
Por consiguiente, tanto la fe inicial como la consumada o perfecta son un don de Dios. Y así, quien no quiera contradecir a los evidentísimos testimonios de las divinas letras, de ninguna manera puede dudar que este don es concedido a unos y negado a otros. Mas por qué no se concede a todos, es cuestión que no debe inquietar a quien cree que por un solo hombre incurrieron todos en una condenación indiscutiblemente justísima; de suerte que ninguna acusación contra Dios sería justa aun cuando ninguno fuera libertado. Así consta cuan inmensa es la gracia de que sean libertados muchísimos; y qué es lo que a éstos so les debería, ellos mismos lo pueden reconocer en los que no son libertados; a fin de que quien se gloría, no se gloríe en sus propios méritos, viendo que éstos de por sí son iguales a los de los mismos condenados, sino que se gloríe en el Señor.
Mas ¿por qué salva a uno con preferencia a otro? ¡Inescrutables son los juicios de Dios e ininvestigables sus caminos! Mejor nos será escuchar y decir aquí la palabra del Apóstol: ¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para reconvenir a Dios?, que no lo que nosotros solemos asegurar como si supiéramos lo que quiso que permaneciese oculto el que no pudo querer ninguna cosa injusta.
(…)
Del mismo modo, cuando afirmé “que la virtud salvífica de esta religión no ha faltado a nadie que fuese digno de ella y que no ha sido digno aquel a quien ha faltado", si se discute o investiga el porqué cada uno es digno, no faltan quienes afirmen que por la voluntad humana; mas nosotros sostenemos que por la gracia o predestinación divina. Ahora bien: entre la gracia y la predestinación existe únicamente esta diferencia: que la predestinación es una preparación para la gracia, y la gracia es ya la donación efectiva de la predestinación.
Y así lo que dice el Apóstol: No por las obras, para que nadie se gloríe; que hechura suya somos, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, significa la gracia; mas lo que sigue: que Dios de antemano dispuso para que caminásemos en ellas, significa la predestinación, la cual no puede darse sin la presciencia, por más que la presciencia sí que puede existir sin la predestinación.
Por la predestinación tuvo Dios presciencia de las cosas que Él había de hacer, por lo cual fue dicho: El hizo lo que debía ser hecho. Mas la presciencia puede ser también acerca de aquellas cosas que Dios no hace, como es el pecado, de cualquier especie que sea; y aunque hay algunos pecados que son castigo de otros pecados, por lo cual fue dicho: Entrególos Dios en manos de una mentalidad réproba, de modo que hiciesen lo que no convenía, en esto no hay pecado de parte de Dios, sino justo juicio. Por tanto, la predestinación divina, que consiste en obrar el bien, es, como he dicho, una preparación para la gracia; mas la gracia es efecto de la misma predestinación. Por eso, cuando prometió Dios a Abrahán la fe de muchos pueblos en su descendencia, diciendo: Te he puesto por padre de muchas naciones, por lo cual dice el Apóstol: Y así es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa a toda la posteridad, no le prometió esto en virtud de nuestra voluntad, sino en virtud de su predestinación.
Prometió, pues, no lo que los hombres, sino lo que El mismo había de realizar. Porque si los hombres practican obras buenas en lo que se refiere al culto divino, de Dios proviene el que ellos cumplan lo que les ha mandado, y no de ellos el que El cumpla lo que ha prometido; de otra suerte, provendría de la capacidad humana, y no del poder divino, el que se cumpliesen las divinas promesas, y así lo que fue prometido por Dios sería retribuido por los hombres a Abrahán. Pero no fue así como creyó Abrahán, sino que creyó, dando gloria a Dios, convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido. No dice el Apóstol “predecir” ni dice “prever”, porque también es poderoso para predecir y prever las acciones de las demás cosas, sino que dice que es poderoso para hacer, y, por consiguiente, no las obras extrañas, sino las propias.
(…)
Pero cuando el mismo Apóstol dice: Por eso es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa, confieso que me causa indescriptible admiración el que haya hombres que prefieran apoyar toda su confianza en su debilidad a fijarla en la inconmovible firmeza de la promesa divina. “Mas yo —dirá alguien— no estoy seguro de la voluntad de Dios acerca de mí". Y eso, ¿qué? Ni siquiera tú mismo estás seguro do tu propia voluntad, ¿y no temes lo que está escrito: El que cree estar firme, mire no caiga?67 Si, pues, ambas voluntades son inciertas, ¿por qué no apoya el hombre en la más fuerte, y no en la más débil, su fe, su esperanza y su caridad?
Nos replicarán: “Porque cuando so dice: Si creyeres, serás salvo”, la una de estas dos cosas se nos exige y la otra se nos ofrece. La que se exige está en la potestad del hombre; la que se ofrece, en la de Dios. Mas ¿por qué no ambas cosas en la de Dios, lo que se manda y lo que se ofrece? Pues cierto es que a Dios se le pide nos conceda lo que manda. Los que ya creen piden que se aumente en ellos la fe, y por los que aún no creen, piden que les sea concedida; y así, tanto en su aumento como en su principio, la fe es un don de Dios. Por eso se dice: Si creyeres, serás salvo; como se dice también: Si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Y también aquí una de estas dos cosas se nos exige y la otra se nos ofrece. Si con el Espíritu —afirma— hacéis morir las obras de la carne. Por tanto, el que con el Espíritu hagamos morir las obras de la carne, se nos exige; mas el que tengamos vida, se nos ofrece.
¿Por ventura podrá satisfacer a nadie el decir que la muerte de las obras de la carne en nosotros no es un don de Dios, porque vemos que esto se nos exige en cambio del premio ofrecido de la vida eterna, si lo cumpliéremos? Lejos de nosotros el pensar que tal respuesta pueda satisfacer a los que ya son partícipes y defensores de la gracia. Tal es el error condenable de los pelagianos, a quienes hace enmudecer por completo el Apóstol cuando dice: Porque cuantos son impulsados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, a fin de que no creyéramos que el hacer morir las obras de la carne era por el poder de nuestro espíritu y no por el de Dios. De cuyo divino Espíritu habló también donde dice: Mas todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, repartiendo en particular a cada uno según quiere. Por tanto, así como el hacer morir las obras de la carne, aunque sea un don de Dios, no obstante, se nos exige para alcanzar el premio prometido de la vida eterna, así también la fe es un don de Dios, aunque so nos exija igualmente para conseguir la eterna salvación cuando so dice: Si creyeres, serás salvo.
Ambas cosas, por consiguiente, nos son preceptuadas y se prueba que son también dones de Dios, para que se entienda que nosotros las obramos y Dios hace que las obremos, como nos lo dice clarísimamente por el profeta Ezequiel. Pues nada más claro que aquel lugar en que se dice: Yo haré que pongan por obra mis preceptos. Considerad con la debida atención este pasaje de la Escritura, y advertiréis cómo Dios promete hacer que se cumplan las cosas que El manda cumplir. Y, ciertamente, no pasa allí en silencio la Escritura los méritos buenos, sino los malos; para demostrar por medio de aquéllos cómo Dios retribuyo bienes por males, pues El mismo hace que el hombro practique después buenas obras, haciendo que se cumplan sus divinos mandamientos.
(…)
Para constituirles miembros de su predestinado Hijo unigénito llama Dios a otros muchos predestinados hijos suyos, no con aquella vocación con que fueron llamados los que no quisieron asistir a las bodas —vocación con que fueron también llamados los judíos, para quienes Jesucristo crucificado fue un escándalo, y los gentiles, para quienes fue una insensatez—, sino con aquella otra vocación que distinguió muy bien el Apóstol cuando dijo que él predicaba, tanto a judíos como a griegos, a Jesucristo, poder y sabiduría de Dios. Pues a fin de distinguirlos de los no llamados, dice que predicaba para los que han sido llamados, teniendo en cuenta que hay una vocación segura para aquellos que han sido llamados según el designio de Dios, a los cuales Dios conoció en su presciencia para que se hiciesen conforme a la imagen de su Hijo. Significando esta vocación, dice también: No en virtud de las obras, sino por gracia del que llama, fue dicho: “El mayor servirá al menor“. ¿Dijo acaso: “No por las obras, sino por el que cree?” Totalmente negó también este mérito al hombre para atribuírselo todo a Dios. Pues lo que dijo fue: sino por gracia del que llama, no con una vocación cualquiera, sino con aquella que da la fe al que cree.
Y a esta misma vocación se refería también cuando dijo que los dones y la vocación de Dios son irrevocables. Considerad por un momento lo que allí se trataba. Porque habiendo dicho antes: No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio —para que no presumáis de vosotros mismos—; que el endurecimiento sobrevino a una parte de Israel hasta que haya entrado la totalidad de las naciones; y entonces todo Israel será salvo, según está escrito: “Vendrá de Sión el Libertador, removerá de Jacob las impiedades". Y ésta será con ellos la alianza de parte mía, cuando hubiere quitado sus pecados. A lo cual añadió seguidamente estas palabras, dignas de meditarse con toda atención: Por lo que toca al Evangelio, son enemigos en atención a vosotros; más por lo que toca a la elección, son amados en atención a sus padres.
¿Qué significa: Por lo que toca al Evangelio, son enemigos en atención a vosotros, sino que su odio, por el que fue crucificado Jesucristo, ha sido provechoso al Evangelio, como a todos nosotros está patente? Lo cual demuestra que esto sucede así por una disposición de Dios que hasta del mismo mal supo sacar el bien; no que a Él le sirvan de algún provecho los que son vasos de ira, sino que, sirviéndose El bien de ellos, vienen a ser provechosos para los que son vasos de misericordia. ¿Qué cosa, pues, pudo decirse más claramente que el haberse dicho: Por lo que toca al Evangelio, son enemigos en atención a vosotros?
Está, por tanto, en la potestad de los malos el pecar; mas el que, cuando pecan, su malicia obtenga tal o cual fin, no está en su potestad, sino en la de Dios, que divide las tinieblas y las ordena según sus fines para que en lo mismo que ellas obran contra la voluntad de Dios no se cumpla sino la voluntad de Dios.
En los Actos de los Apóstoles leemos que, puestos éstos en libertad por los judíos, se reunieron con los suyos, y, habiéndoles contado cuanto les habían dicho los sacerdotes y los ancianos, todos a una voz clamaron al Señor diciendo: ¿Por qué braman las gentes y los pueblos meditan vanidades? Los reyes de la tierra han conspirado y los príncipes se han federado contra el Señor y contra su Ungido. En efecto, juntáronse en esta ciudad contra tu siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Pondo Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para ejecutar cuanto tu mano y tu consejo habían decretado de antemano que sucediese. He aquí cabalmente lo que había sido dicho: Por lo que toca al Evangelio, son enemigos en atención a vosotros. Tanto fue, por consiguiente, lo que la mano de Dios y su consejo habían predestinado que realizasen los judíos, cuanto fue necesario al Evangelio en atención a nosotros.
Pero ¿qué significa lo que sigue: Más por lo que toca a la elección, son amados en atención a sus padres? ¿Por ventura aquellos enemigos que perecieron en sus odios y los adversarios de Cristo, que aun siguen pereciendo de entre los de aquella nación, son los mismos elegidos y amados de Dios? No tal; ¿quién, por muy demente que fuera, afirmaría cosa semejante?
Pero ambas cosas, aunque contrarias entre sí, es decir, el ser enemigos y el ser amados de Dios, aunque no puedan conciliarse a un mismo tiempo en los mismos hombres, convienen, sin embargo, al mismo pueblo judío y a la misma raza carnal de Israel; en unos para su perdición y en otros para la bendición del mismo Israel.
Por tanto, cuando oigamos decir “que Israel no logró lo que buscaba” o “que los demás fueron endurecidos en su ceguera", se han de entender “los enemigos acerca de nuestro bien“; mas cuando oímos: “Pero los elegidos lo lograron“, deben entenderse “los amados en atención a sus padres“, a quienes ciertamente se hicieron estas promesas: Pues a Abrahán y a su descendencia fueron hechas las promesas. Así es como en esta oliva se injerta el acebuche de los pueblos gentiles. Mas la elección a que aquí se refiere debe verificarse, en efecto, según la gracia y no según deuda; porque los que han sido reservados de entre ellos según la elección de la gracia han sido salvos. Tal fue la elección eficazmente conseguida, quedando los demás endurecidos en su ceguera. Según esta elección, fueron elegidos los israelitas en atención a sus padres. Porque no fueron los llamados con aquella vocación acerca de la cual se dijo: Muchos son los llamados, sino con aquella otra con que son llamados los escogidos.
Por eso también aquí, después de decir: Más por lo que toca a la elección, son amados en atención a sus padres, añadió seguidamente: pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables; es decir, fijados establemente sin mutación alguna. Todos los que pertenecen a esta vocación son enseñados por Dios, y ninguno de ellos puede decir: “Yo creí para ser llamado", pues ciertamente le previno la misericordia de Dios, siendo llamado de manera que llegase a creer. Porque todos los que son enseñados por Dios, vienen al Hijo, quien clarísimamente dice: Todo el que oye a mi Padre y aprende de El viene a mí. Ninguno de éstos perece, porque de cuantos le ha dado el Padre no dejará perder a ninguno. Ninguno, por tanto, si viniere del Padre, perecerá de ninguna manera; mas si llegare a perecer, no vendría ciertamente del Padre. Por esta razón fue dicho: De nosotros han salido, pero no eran de nosotros; porque si de nosotros fueran, hubieran permanecido con nosotros.
Procuremos entender bien esta vocación, con que son llamados los elegidos; no que sean elegidos porque antes creyeron, sino que son elegidos para que lleguen a creer. El mismo Jesucristo nos declara esta vocación cuando dice: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. Porque si hubieran sido elegidos por haber creído ellos antes, entonces le hubieran elegido ellos a El primeramente al creer en El, para merecer que El les eligiese después a ellos. Lo cual reprueba absolutamente el que dice: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
Sin duda que ellos le eligieron también a él cuando en él creyeron. Pues se dice: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, no lo dice por otra razón sino porque no lo eligieron ellos a Él para que El les eligiese a ellos, sino que El les eligió a ellos para que ellos le eligiesen a Él; porque les previno con su misericordia según su gracia y no según deuda. Les sacó, sí, del mundo cuando aún vivía El en el mundo, pero ya les había elegido en sí mismo antes de la creación del mundo. Tal es la inconmutable verdad de la predestinación y de la gracia. ¿Acaso no es esto lo que dice el Apóstol: Por cuanto que en El nos eligió antes de la creación del mundo? Porque si verdaderamente se ha dicho que Dios conoció en su presciencia a los que habían de creer, no porque El habría de hacer que creyesen, en tal caso contra esta presciencia hablaría el mismo Jesucristo cuando dice: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, pues resultaría más bien cierto que Dios conoció en su presciencia que ellos Habían de elegirle a Él para merecer que El les eligiese a ellos.
Así, pues, han sido elegidos desde antes de la creación del mundo con aquella predestinación por la cual Dios conoce en su presciencia todas sus obras futuras y son sacados del mundo con aquella vocación por la cual cumple Dios todo lo que El mismo ha predestinado. Pues a los que predestinó, a ésos los llamó; los llamó, sí, con aquella vocación que es conforme a su designio. Nb llamó, por tanto, a los demás; sino a los que predestinó, a ésos los llamó; y no a los demás, sino a los que llamó, a ésos los justificó; y no a los demás, sino a los que predestinó, llamó y justificó, a ésos los glorificó con la posesión de aquel fin que no tendrá fin.
Es Dios, por tanto, quien eligió a los creyentes, esto es, para que lo fuesen, no porque ya lo eran. Y así dice el apóstol Santiago: ¿Por ventura no se escogió Dios a los pobres del mundo para que fuesen ricos en la fe y herederas del reino que prometió a los que le aman? En virtud de su elección, por tanto, hace ricos en la fe lo mismo que herederos del reino. Con toda verdad se dice, pues, que Dios elige en los que creen aquello para lo cual los eligió de antemano, realizándolo en ellos mismos. Por eso, yo exhorto a todos a escuchar la palabra del Señor cuando dice: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. ¿Quién oyéndola se atreverá a decir que los hombres creen para ser elegidos, siendo así que más bien son elegidos para que lleguen a creer?; no sea que, contra la sentencia de la misma Verdad, se diga que han elegido primeramente a Cristo aquellos a quienes dice el mismo Cristo: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
Escuchemos la palabra del Apóstol cuando dice: Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, según que nos escogió en Él antes de la formación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia a impulsos del amor, predestinándonos a la adopción de hijos suyos por Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, con la cual nos agració en su amado Hijo, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados según la riqueza de su gracia, que hizo desbordar sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, notificándonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito, que se propuso en El en orden a su realización en la plenitud de los tiempos, de recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra. En El, en el cual fuimos además constituidos herederos, predestinados según la disposición de quien obra todas las cosas según el consejo de su voluntad, para que seamos encomio de su gloria; ¿quién —digo— que escuche con la debida atención y reflexión estas palabras osará poner en duda una verdad tan evidente como la que venimos defendiendo? Eligió Dios en Cristo, como cabeza de su Iglesia, a sus miembros antes de la creación del mundo; mas ¿cómo pudo elegirlos cuando aun no existían sino predestinándolos? Predestinándolos, pues, los eligió. ¿Y acaso debió elegir a los impíos y mancillados? Porque si se pregunta a quiénes eligió Dios, a los impíos o a los santos e inmaculados, ¿quién que trate de dar respuesta a tal pregunta no se pronunciará al instante en favor de los santos e inmaculados?
“Pero sabía Dios en su presciencia —arguye el pelagiano— quiénes habían de ser santos e inmaculados por la elección de su libre albedrío; y por eso, a los que conoció en su presciencia, desde antes de la creación del mundo, que habían de ser santos e inmaculados, a ésos eligió. Eligió, por consiguiente —dicen—, antes de que existiesen, predestinándolos como hijos suyos, a los que sabía en su presciencia que habían de ser santos e inmaculados; mas no fue El, Dios, quien los hizo tales ni los haría después, sino que previo solamente que habrían de serlo ellos por sí mismos”. Pero consideremos bien nosotros las palabras del Apóstol, y veamos si por ventura nos eligió antes de la creación del mundo, porque habíamos de ser santos e inmaculados, o más bien para que lo fuésemos. Bendito —dice— sea el Dios y Padre nuestro Señor Jesucristo, quien nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, según que nos escogió en El antes de la formación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia. Por tanto, no porque lo habíamos de ser, sino para que lo fuésemos. Cierto es, por tanto, esto y evidente: que habíamos de ser santos e inmaculados porque El mismo nos eligió, predestinándonos para que fuésemos tales en virtud de la gracia. Por eso, nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos, según que nos escogió en El antes de la formación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia a impulsos del amor, predestinándonos a la adopción de hijos suyos por Jesucristo. Y atended a lo que después añade: Según el beneplácito de su voluntad, para que en tan inmenso beneficio de su gracia no nos gloriásemos como si fuera obra de nuestra voluntad. Por lo cual —sigue diciendo— nos agració con su amado Hijo; es decir, por su voluntad nos hizo agradables a sus ojos. Del mismo modo, se dice que nos hizo agradables por medio de su gracia, como se dice que nos justificó mediante la justicia. En quien tenemos —dice— la redención por su sangre, la remisión de los pecados según la riqueza de su gracia, que hizo desbordar sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, notificándonos el misterio de su voluntad según su beneplácito. En este misterio de su voluntad es donde atesoró las riquezas de su gracia según su beneplácito y no según nuestra voluntad. La cual no podría ser buena si El mismo, según su beneplácito, no la ayudara para que lo fuese. Pues después de decir: Conforme a su beneplácito, añadió: que se propuso en él, es decir, en su Hijo, en orden a su realización, en la plenitud de los tiempos, de recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra. En El, en el cual fuimos además constituidos herederos, predestinados según la disposición de quien obra todas las cosas según el consejo de su voluntad, para que seamos encomio de su gloria.
Sería demasiado prolijo discutir detenidamente todas estas cosas. Pero, sin duda ninguna, vosotros estimáis y estáis persuadidos que por la doctrina del Apóstol se demuestra con toda evidencia esta gracia, contra la cual tanto se ensalzan los méritos humanos, como si el hombre diera algo primeramente para que le sea por El retribuido.
Nos eligió Dios, por tanto, antes de la creación del mundo, predestinándonos en adopción de hijos; no porque habríamos de ser santos e inmaculados por nuestros propios méritos, sino que nos eligió y predestinó para que lo fuésemos. Lo cual realizó conforme a su beneplácito para que nadie se gloríe en su propia voluntad, sino en la de Dios; lo realizó conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en su amado Hijo, en quien hemos sido constituidos herederos por la predestinación, no según nuestro beneplácito, sino según el de aquel que obra todas las cosas hasta el punto de obrar en nosotros también el querer. Porque obra conforme al consejo de su voluntad para que seamos encomio de su gloria. Por eso proclamamos que “nadie se gloríe en el hombre", y, por tanto, ni en sí mismo, sino que quien se gloría, se gloríe en el Señor, para que seamos encomio de su gloria. El mismo es quien obra conforme a su designio, para que seamos encomio de su gloria, esto es, santos e inmaculados, por lo cual nos llamó, predestinándonos antes de la creación del mundo. Según este designio suyo es como se realiza la vocación propia de los elegidos, para quienes todas las cosas contribuyen al bien; porque son llamados según su designio, y los dones y la vocación de Dios son irrevocables.
Pero tal vez estos hermanos nuestros con quienes ahora trato y para quienes escribo digan que los pelagianos son refutados ciertamente por el testimonio del Apóstol en que asegura que hemos sido elegidos en Cristo y predestinados antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia por medio de la caridad. Porque juzgan que, una vez aceptados los mandamientos, nosotros mismos, por obra de nuestro libre albedrío, nos hacemos santos e inmaculados en su presencia mediante la caridad; “lo cual —dicen—, como conoció Dios en su presciencia que habría de suceder así, por eso nos eligió y predestinó en Cristo antes de la creación del mundo. Mas he aquí las palabras del Apóstol: No porque conoció Dios en su presciencia que habíamos de ser santos e inmaculados, sino para que lo fuésemos por la elección de su gracia, por la cual nos hizo agradables en su amado Hijo. Al predestinamos, pues, tuvo Dios presciencia de su obra, por la cual nos hace santos e inmaculados. Luego legítimamente se refuta por este testimonio el pelagianismo. “Pero nosotros afirmamos —replicarán— que Dios solamente tuvo presciencia de nuestra fe inicial, y por eso nos eligió antes de la creación del mundo y nos predestinó para que fuésemos también santos e inmaculados por obra de su gracia". Mas escuchen lo que se asegura en el mismo testimonio del Apóstol: En quien hemos sido constituidos herederos por la predestinación según el beneplácito de aquel que obra todas las cosas. Por consiguiente, el mismo que obra todas las cosas es quien obra en nosotros el principio de la fe. No precede, pues, la fe a aquella vocación de la cual se ha dicho: Los dones y la vocación de Dios son irrevocables; y también: No en virtud de las obras, sino del que llama, pudiendo haberse dicho: “En virtud del que cree"; ni precede tampoco a la elección, que significó el Señor cuando dijo: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. Pues no porque creímos, sino para que creyésemos, nos eligió, a fin de que no podamos decir nosotros que le elegimos a Él primeramente, y así resulte falso —lo que no es lícito pensar— este oráculo divino: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. Y no porque creímos, sino para que creamos, somos llamados; y por aquella vocación, que es irrevocable, es por la que se realiza y perfecciona todo lo que es necesario para que lleguemos a la fe. Pero no hay por qué repetir lo que ya hemos dicho sobradamente acerca de esta materia.
(…)
Y en vano afirman también que no se refiere a la cuestión que discutimos lo que ya hemos probado por el testimonio del libro de los Reyes y de los Paralipómenos, a saber: que cuando Dios quiere realizar una cosa en cuya realización conviene que intervenga la voluntad del hombre, inclina su corazón para que quiera aquella cosa, obrando para ello de un modo maravilloso e inefable hasta el mismo querer. ¿Y qué otra cosa es negar esto sino una vana negación y, sin embargo, al mismo tiempo una flagrante contradicción? A no ser que al opinar así os hayan alegado a vosotros alguna razón que hayáis preferido ocultarme en vuestras cartas. Mas qué razón pueda ser, no se me alcanza. Porque demostramos que Dios de tal manera obró en los corazones de los hombres y hasta tal punto guió las voluntades de los que le plugo, que llegaron a aclamar por rey a Saúl y a David, ¿juzgarán acaso que estos ejemplos no rezan con la presente cuestión, porque reinar temporalmente en este mundo no es lo mismo que reinar eternamente con Dios? ¿Y juzgarán acaso por esto que Dios inclina las voluntades humanas a donde le place en lo que respecta a la constitución de los reinos terrenos y no en lo que respecta a la conquista del reino celestial?
Pero yo opino que no por reinos temporales, sino por el de los cielos, ha sido, dicho: Inclina mi corazón a tus consejos. Dios ordena los pasos del hombre; guía y sostiene al que va por buen camino. El Señor es quien dispone la voluntad. Que el Señor, nuestro Dios, sea con nosotros como lo fue con nuestros padres; que no nos deje ni nos abandone, sino que incline nuestros corazones hacia Él, para que marchemos por todos sus caminos. Y les daré un corazón que entienda y pondré en ellos un espíritu nuevo. Y oigan también aquellos otros pasajes: Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra. De Dios son los pasos del hombre; ¿qué puede saber él hombre de sus propios destinos? Al hombre siempre le parecen buenos sus caminos, pero es Dios quien pesa los corazones. Creyeron cuantos estaban ordenados a la vida eterna. Escuchen atentos todas estas sentencias y otras muchas que no he citado, con las cuales queda patente que Dios dispone y convierte también las voluntades humanas para el reino de los cielos y la vida eterna. Considerad cuan absurdo sería creer que Dios obra en las voluntades humanas para constituir los reinos terrenos y, en cambio, creer que los hombres rigen con absoluto dominio sus voluntades para la conquista del reino celestial.”
(…)
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San Agustín refuta en esta obra a los semipelagianos, que contra los pelagianos decían que sin la gracia de Dios es imposible salvarse, pero que contra la fe católica sostenían que la fe misma, por la cual comienza la salvación, es obra del hombre y no de la gracia de Dios, que era dada por Dios consiguientemente, decían, a los que creían.
Algunos matizaban más la tesis y decían que el comienzo de la fe es obra nuestra y no de la gracia de Dios, la cual es necesaria para perfeccionar y completar la fe en nosotros, y para todos los otros aspectos de la vida cristiana.
La respuesta de San Agustín, como se ve por todo el texto citado, es que la fe misma, en su totalidad, es un don de la gracia de Dios, también, por tanto, el mismo comienzo en nosotros de la fe y de la conversión.
Como se ve por todo el texto, San Agustín no habla solamente de que la capacidad de creer es un don de Dios, sino de que la fe, es decir, el creer mismo, es un don de la gracia divina.
Y eso no lo entiende solamente en el sentido de que el creer, en nosotros, supone la capacidad de creer, que es don de Dios, sino, como se lee en el texto, en el sentido de que Dios mueve eficazmente la voluntad humana para que ésta realice el acto de fe.
Con mucha lógica, este texto que habla de estas cosas es un texto acerca de la elección y predestinación divinas. Porque si la diferencia entre los que se salvan y los que se condenan estuviese en última instancia en algo que hacen los hombres, serían ellos los que se elegirían a sí mismos para la vida eterna, pero si el comienzo mismo de la conversión y la fe depende de la gracia divina, del modo dicho, entonces es Dios el que elige desde la Eternidad a los que se han de salvar y los predestina a realizar, con la gracia divina, los actos libres conducentes a la salvación.
En relación con esto, en este texto San Agustín parece que se dice que la capacidad de creer es algo natural en el hombre. Esto lo dice, entendemos, porque está respondiendo a los semipelagianos, que sostenían que el dicho de San Pablo, “qué tienes que no hayas recibido”, no se refería a los dones naturales, sino a los sobrenaturales, y entre los naturales colocaban la fe.
San Agustín responde, obviamente, que también la fe es algo sobrenatural, y por tanto, también es don de la gracia divina, pero argumenta también que aún suponiendo que la capacidad de creer sea algo natural, el creer mismo es un don sobrenatural de la gracia divina. No es algo que él afirme absolutamente esa capacidad natural de creer, sino que argumenta que incluso poniéndose en esa hipótesis, el hecho es que el acto de fe es un don sobrenatural de la gracia, y ahí se ve claramente que cuando San Agustín dice que la fe de los que creen es un don de Dios, no se refiere solamente a la capacidad de creer, sino al acto mismo de la fe, como dijimos.
Y que el acto de fe sea para San Agustín gracia de Dios simplemente porque es gracia de Dios la capacidad de creer, es claro que no es así para San Agustín, por lo que dice ahí mismo el Santo: que San Pablo no dice “¿Qué tienes que no hayas recibido el poder de tenerlo?”, sino “¿Qué tienes que no hayas recibido”?
De hecho, San Agustín enseña la infalibilidad de esa gracia eficaz divina, cuando dice que es la gracia que no es rechazada por ningún corazón duro, porque es dada precisamente para quitar la dureza del corazón.
En coherencia con ello aparece en este texto también la distinción entre las dos vocaciones divinas: la que se dirige a todos, y la que se dirige solamente a los elegidos, que según San Agustín es que la vocación de los que son llamados según el propósito divino de darles la vida eterna. La primera es rechazada por algunos, la segunda, por ninguno.
En ese sentido, es clásica la descripción de la predestinación que da aquí San Agustín y la forma que tiene de relacionarla con la presciencia divina, cuando dice que por su predestinación Dios previó lo que Él mismo habría de hacer en nosotros. Es clara la oposición entre la doctrina que enseña aquí San Agustín y el molinismo.
En estos tiempos en los que la mentalidad pelagiana es como el clima natural de nuestras sociedades y aún dentro de amplios sectores en la Iglesia, es más necesaria que nunca la meditación detenida de los magníficos textos del Doctor de la Gracia.
San Agustín, ora por nosotros.
6 comentarios
Recién comienzo a leer. Me llamó la atención una traducción: "...aunque el mismo acto de fe no sea otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad". Traduttore, traditore. En latín dice así: "Quamquam et ipsum credere, nihil aliud est, quam cum assensione cogitare". Lo de "la voluntad"...: pues me parece un invento, y malo, del traductor. En efecto, entiendo que el asentimiento no es de la voluntad (si bien la voluntad, cuando se cree, mueve al entendimiento a asentir), sino del entendimiento. Cf. S. Th., II-II, q. 2, a. 1.
Es interesante notar que en la Carta de san Próspero de Aquitania (la 235 entre las agustinianas) a la que san Agustín responde con esta gran obra (y también con su continuación, De dono perseverantiae), se exponen las novedades semipelagianas de modo que parecen cercanas al posterior molinismo. No por nada, si mal no recuerdo, fue denominado el semipelagianismo así, "semipelagianismo", en el marco de las Controversias "De Auxiliis".
¿Qué te parece, Néstor, lo que dice Maritain de "la sabiduría agustiniana", en "Los grados del saber"?
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Gracias, Federico, buena observación, corrijo. En lo de Maritain debería releerlo. luego te comento.
Sobre semipelagianismo y molinismo, sin duda que hay una semejanza, en lo tocante a la "ciencia media", pero lo mejor va a ser consultar a algún autor molinista a ver qué dice, queda agendado.
Saludos cordiales.
Se aplica al caso el principio general de la permisión del mal: los errores pelagiano y semipelagiano fueron ocasión para que brillara con más claridad y precisión la divina verdad. Y lo mismo pienso que cabe decir respecto del molinismo y el tomismo, respectivamente: con ocasión del error molinista el tomismo se elevó a un notable grado de precisión, desarrollando o explicitando algunas cosas que están germinalmente en santo Tomás.
También se ve que lo de la gracia intrínsecamente eficaz no es un "invento bañeciano": incluso antes que en santo Tomás, se puede apreciar en san Agustín. Bueno, mejor: está en la misma SE, como lo muestra el Doctor de la gracia.
Por lo demás, san Agustín excluye muy claramente eso que se suele escuchar, de que el mal moral es algo así como "el riesgo que Dios asume al crear creaturas libres". Pues no. Sólo la posibilidad de tal mal moral, a lo menos para los hombres, es lo que es intrínseco, naturalmente, a la creatura. Pero Dios bien podría mover siempre eficazmente al bien moral, sin violar la libertad creada, al contrario, actualizándola (porque, de hecho, cuando se obra moralmente bien, es, en el orden de la causalidad primera, porque Dios mueve eficazmente a ello). Aunque para la humanidad caída, esto parece que supone ya la gracia, es decir, las mociones sobrenaturales o gracias actuales. La Santísima Virgen es un ejemplo claro de que el mal moral como supuesto "riesgo" no es algo implicado necesariamente por el libre albedrío creado.
En cuanto a lo que dice san Agustín de la "capacidad natural de creer" (o el "poder tener la fe" como algo natural al hombre), pienso que se puede entender rectamente de la potencia obediencial o capacidad receptiva de lo sobrenatural (creo recordar que L. Ott lee así a san Agustín); potencia obediencial que consiste, como dice el P. Garrigou-Lagrange siguiéndolo a santo Tomás, en la misma naturaleza creada en cuanto es capaz de recibir de Dios lo que Dios quiera (i.e., lo que no repugna):
"...in anima humana, sicut in qualibet creatura, consideratur duplex potentia passiva, una quidem per comparationem ad agens naturale; alia vero per comparationem ad agens primum, qui potest quamlibet creaturam reducere in actum aliquem altiorem, in quem non reducitur per agens naturale; et haec consuevit vocari potentia obedientiae in creatura" (S. Th., III, q. 11, a. 1, c.).
Sancte Augustine et sancte Thoma, orate pro nobis!
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Exacto, en la naturaleza hay una "potencia obediencial" para la gracia. Ni es probable, pienso, que San Agustín pensase en una potencia no meramente obediencial sino natural.
Y ciertamente, Dios no puede correr riesgo alguno.
Urge una "reagustinización" del pensamiento católico. Para eso contamos con el mejor discípulo de San Agustín: Santo Tomás de Aquino.
Saludos cordiales.
Los juicios de Dios respecto de elegir a unos y no a otros, ¿es parte de lo que el mismo Dios revelará en el Juicio Final, o se trata de algo absolutamente imposible de comprender por las creaturas, y que siempre permanecerá oculto?
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"Elegir a unos y no a otros" puede querer decir dos cosas: 1) Elegir solamente a algunos (o sea, elegir, simplemente) 2) Elegir a Pedro en vez de Judas.
Para lo primero, la razón que pone Santo Tomás es la manifestación de la Bondad divina, por vía de misericordia en los que se salvan y por vía de justicia en los que se condenan.
Para lo segundo es que Santo Tomás cita a San Agustín: de estas cosas no quieras juzgar, si no quieres errar.
¿Porque hay una razón distinta del simple querer de Dios, que las creaturas no pueden conocer, o porque, como dice San Agustín, en estas cosas toda la razón de lo hecho está en la Voluntad del que lo hace? Me suena que es más bien lo segundo.
Saludos cordiales.
Hay algo muy interesante respecto de esto, y es que en la tradición de la Iglesia se menciona con mucha frecuencia que hay "señales de predestinación", y es de notar que estas señales se refieren, básicamente, a un modo de conducirse acorde a la voluntad de Dios y una cierta piedad. Creo que incluso algunos santos llegan a recomendar ese modo de obrar ante la duda acerca de la propia predestinación. Ateniéndonos a esto, tal temor parece vano.
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Es cierto que en la tradición existe esa doctrina de los signos de predestinación, y también es cierto que sin revelación divina especial, como dice el Concilio de Trento, no se puede tener certeza absoluta de estar entre los predestinados. La mejor respuesta me parece que es la que da aquí mismo San Agustín:
"Pero cuando el mismo Apóstol dice: Por eso es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa, confieso que me causa indescriptible admiración el que haya hombres que prefieran apoyar toda su confianza en su debilidad a fijarla en la inconmovible firmeza de la promesa divina. “Mas yo —dirá alguien— no estoy seguro de la voluntad de Dios acerca de mí". Y eso, ¿qué? Ni siquiera tú mismo estás seguro do tu propia voluntad, ¿y no temes lo que está escrito: El que cree estar firme, mire no caiga? Si, pues, ambas voluntades son inciertas, ¿por qué no apoya el hombre en la más fuerte, y no en la más débil, su fe, su esperanza y su caridad?"
Como dice Garrigou - Lagrange en "La predestinación de los santos y la gracia":
"Conviene recordar aquí que el motivo formal de la esperanza cristiana, como el de las otras dos virtudes teologales, debe ser el Ser increado. No es, por tanto, nuestro esfuerzo personal sino la ayuda de Dios. Además, la certeza de la esperanza se diferencia de la de la fe en que es una certeza de la que participa la voluntad; también es una certeza de tendencia, no exactamente la certeza de la salvación (pues esto requeriría una revelación especial), sino la certeza de tender a la salvación, contando con las promesas y la ayuda de Dios, de modo que "así la esperanza tiende con certeza hacia su fin, participando, por así decirlo, de la certeza de la fe"."
Luego cita a Bossuet, que se dirigía en carta a una persona preocupada con este tema:
"Cuando estos pensamientos vienen a la mente y son inútiles los esfuerzos para disiparlos, deben terminar por hacer que nos abandonemos completamente en Dios, seguros de que es infinitamente mejor dejar nuestra salvación en sus manos que confiar en nuestra propia fuerza. Sólo haciendo esto encontraremos la paz. Es allí a donde debe llegar toda la doctrina de la predestinación y esto es lo que debe producir el secreto del soberano Maestro que hay que adorar y no querer sondear. Hay que perderse en esta altura y esta profundidad impenetrable de la Sabiduría de Dios y arrojarse a cuerpo perdido en su inmensa Bondad, esperándolo todo de Él, sin por ello descargarnos del cuidado que Él nos exige para nuestra salvación".
Y termina Garrigou - Lagrange:
“En otras palabras, la gracia, por un instinto secreto, nos pone en paz con respecto a nuestra salvación y la reconciliación íntima en Dios de la justicia infinita, la misericordia y la libertad soberana. La gracia, por este instinto secreto, nos tranquiliza así, porque es ella misma una participación real y formal en la naturaleza divina, en la vida íntima de Dios en la misma Deidad, en la que todas las perfecciones divinas están absolutamente identificadas.
Si enfatizamos demasiado nuestros conceptos analógicos de los atributos divinos, ponemos un obstáculo a la contemplación de los misterios revelados. El hecho de que estos conceptos sean distintos unos de otros, como pequeños cuadrados de mosaico que reproducen una semejanza humana, es por lo que endurecen para nosotros el aspecto espiritual de Dios. La sabiduría, la libertad absoluta, la misericordia y la justicia parecen de alguna manera distintas en Dios, y entonces su beneplácito soberanamente libre aparece bajo una luz arbitraria y no enteramente penetrada por la sabiduría; la misericordia parece demasiado restringida y la justicia demasiado rígida. Pero por la fe iluminada por los dones de la comprensión y la sabiduría, vamos más allá del significado literal del Evangelio y nos empapamos del espíritu mismo de la palabra de Dios. Sentimos instintivamente, sin verlo, cómo todas las perfecciones divinas se identifican en la Deidad, que es superior al ser, lo uno, lo verdadero, el intelecto y el amor. La Deidad es superior a todas las perfecciones que son naturalmente susceptibles de participación, estando éstas contenidas en Ella formal y eminentemente sin mezcla alguna de imperfección. La Deidad no es naturalmente susceptible de participación, ni por ángel ni por hombre. Sólo por la gracia, que es esencialmente sobrenatural, se nos permite participar de la Deidad, de la vida íntima de Dios, en la medida en que ésta es estrictamente divina. Así es como la gracia es instrumental para hacernos alcanzar misteriosamente, en la obscuridad de la fe, la cumbre donde se identifican los atributos divinos.”
Lo que dice aquí Garrigou - Lagrange es que nuestro conocimiento de Dios en esta vida es imperfecto, porque lo conocemos con conceptos tomados de las creaturas, que parecen delimitar las perfecciones divinas separándolas unas de otras, cuando en realidad se trata de una única Perfección infinita e inefable que trasciende el modo creado de todos nuestros conceptos del ser, la unidad, la verdad y el amor y que contiene en Sí misma eminentemente todo lo que esos términos designan de perfecto.
En definitiva, que en esta vida la “comprensión” definitiva de estos misterios está solamente en la adoración. Que es justamente como termina la sección de la Carta a los Romanos que trata este tema: “Oh abismo de la riqueza y de la sabiduría…”, etc.
Saludos cordiales.
www.academia.edu/123454373/Santo_Tom%C3%A1s_de_Aquino_Naturaliter_anima_est_gratiae_capax_Capacidad_o_exigencia_natural_de_lo_sobrenatural_N_del_Prado_O_P_
Eso que "te suena", Néstor, es lo que dice santo Tomás, ¿no? "Sed quare... dependet ex simplici divina voluntate" (S. Th., I, q. 23, a. 5, ad 3).
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Exacto, por la simple Voluntad divina. Gracias y saludos cordiales.
He leído en algún lado, creo que de Zeferino González, que toda falsa filosofía se distingue por no poder sobrevivir a las consecuencias de sus propias afirmaciones (esto creo que lo mencionaste alguna vez). Pero, si no equivoco, Mons. González aplica esto no sólo a las autocontradicciones en que caen las falsas filosofías, sino también a las consecuencias prácticas de estas ideas. Por ejemplo, una filosofía cuya aplicación sería destructiva para el orden social no puede ser sino falsa, porque sería absurdo que el comportamiento de un ser fuera, por principio, contrario a su preservación y a la de su especie. ¿Hasta qué punto esto es cierto?
P. D.: González, según parece, también consideraba que Ventura de Raulica era el mejor intérprete de Sto. Tomás. No sé tu opinión sobre eso, pero a mí me extraña, ya que de Raulica caía en el tradicionalismo en sus obras filosóficas, y de hecho tuvo que retractarse por ello.
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Depende de si esa filosofía es destructiva del orden social "per se" o "per accidens". En el primer caso, sí, sería falsa, porque la verdad no puede ser "per se" contraria al orden social. Pero la verdad podría ser destructiva del orden social "per accidens", por ejemplo, si en una determinada sociedad todo se basase en una religión falsa.
Habría que ver qué es lo que exactamente dice Ceferino González; hasta donde he podido ver Ventura era un tradicionalista al estilo de Lammenais, que aliaba el tradicionalismo con cierta forma de liberalismo, si bien Ventura permaneció toda su vida en comunión con la Iglesia.
Con esos antecedentes filosóficos ciertamente que no parece apto para ser el mejor intérprete de Santo Tomás.
Saludos cordiales.
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